Fiestas de la Vendimia: Jerez sale en tromba al encuentro de sí misma

La capital del 'sherry' celebra, como no se recuerda, con todo el centro atestado de público, el fin de la cosecha y la pisa de la uva como origen de los futuros jereces. Toda una metáfora para una gran ciudad en reconstrucción y transición para dejar de ser pueblo grande

Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Fundador y Director General de ComunicaSur Media, empresa editora de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero'.

Pisa de la uva infantil, en las Fiestas de la Vendimia de Jerez.

Uno se da cuenta de que está en uno de los sitios privilegiados del planeta cuando comprueba cómo este verano han sido cientos de miles los que han querido estar aquí, más de media España y hasta esos británicos a los que en principio obligaban a pasar la cuarentena si se atrevían a cruzar la línea roja del Brexit pandémico. Andalucía es lo más y Cádiz es tan chovinista para permitirse decir que es lo más de lo más, como es también autocrítica para saber que su realidad social y económica tiene espesas cloacas bajo el paraíso. Si me viene uno de fuera, que no me tosan sobre esta tierra. Ya en casa, sobrevivimos y tiramos a dar con nuestro día a día donde la miseria se ve a menudo y a poco que se escarbe en los ojos de muchos de sus vecinos.

Jerez, en Cádiz, ha vivido demasiado tiempo fuera de la provincia en una ciudad-estado que proyectaba al exterior demasiados tópicos y una tríada de singularidades, caballo, flamenco y vino, que fue degradándose para acabar convertida en más decorado que estructura sólida. Dejó al lado su patrimonio monumental y natural, especialmente representados en su impresionante Cartuja, su centro histórico y en el río Guadalete —ahora un sueco está haciendo mucho por recuperarlo para la ciudadanía—, y por eso hoy extraña tanto que nos visiten de Jaén, en la misma comunidad, y nos digan, maravillados, “no tenia ni idea de que el centro de Jerez era tan grande, con tantas iglesias, que la ciudad era tan bonita…”.

Jóvenes venenciadoras en el Arenal, este pasado viernes.   MANU GARCÍA
Interior de los Claustros, un lujazo.   MANU GARCÍA
Niñas venenciadoras, a contraluz.   CANDELA NÚÑEZ
La noria panorámica del Arenal, en marcha.   MANU GARCÍA

Hoy eso va volteándose, lentamente pero va reconstruyéndose. Estos días Jerez, quinta ciudad andaluza en población, celebra con su primera gran fiesta al aire libre en casi dos años de pandemia el nacimiento del vino, uno de sus grandes tesoros, una de sus grandes fuentes de riqueza que suponía a principios del siglo pasado en torno al 20% de las exportaciones nacionales. Un vino que no se podría criar en otra tierra que no fuera ésta. Ni mejor, ni peor que otros caldos, sí único en su especie. La recolección y pisa de esa uva que pronto comenzará a envejecer, que es la mejor manera de hacerse poderoso y rico —en los sentidos más nobles— un ser vivo, ha sido, es y siempre debería ser un acontecimiento. Un ritual en el que esta tierra de tradición agraria y rural volviera a meter los pies en esa albariza que muchas generaciones vendimiaron.

Jerez rinde tributo hasta el próximo 19 de septiembre a la uva y, por extensión aquí, al vino, que nos acompaña desde milenios atrás y que sedujo hasta a Shakespeare y a esos mil hijos que hubiese tenido el bardo —el único monumento que tiene en España acaba de cumplir 65 años, busquen el parque González Hontoria—. Haber vuelto al origen, a las Fiestas de la Vendimia, ha ido apuntalándose desde hace más de década y media a partir de la fórmula de ensayo-error. Ahora, al fin, parece que ya empieza a volver a ser una verdadera tradición que atrae a propios y extraños, con un eje temático bien estructurado y con razón de ser (hubo un tiempo en que todo era una amalgama de eventos y pequeñas propuestas eclécticas donde al final lo que menos presencia tenía era el jerez). Hasta a los barrios y el mundo rural, tan importante en la historia de esta ciudad, viven a su manera una prolongación del estallido que experimenta el centro.

Las atracciones de la plaza Belén, con la Catedral al fondo.   MANU GARCÍA
Enormes colas para acceder a los Claustros, al evento 'De copa en copa'.   MANU GARCÍA
Un picoteo en plena calle en el centro de Jerez.   CANDELA NÚÑEZ
Carpa de productos de la tierra, en el Arenal.   CANDELA NÚÑEZ

Y así, da gloria ver el centro de Jerez este fin de semana tan ancho y tan abarrotado. De copa en copa, de bote en bote. Con colas para entrar a los Claustros, otra joya patrimonial. Colas que llegan hasta la cercana plaza Aladro, sede de dos restaurantes con estrella Michelin. Un centro enorme atestado de chavalería ante una pequeña feria de atracciones en la enorme plaza Belén, eje del Jerez medieval que pronto será un foco de atracción turística con dos museos en torno al flamenco, uno de ellos dedicado a la jerezana más inmortal, Lola Flores, la que no tuvo que cambiar su acento para pasar al Olimpo de los dioses. Un foco que esperemos enfocado a compatibilizar lo que venga de fuera y quienes quieran vivir en él. Y da gusto, en fin, ver a tanta gente por tantas partes diferentes del corazón de la ciudad, saliendo de las catas magistrales en el Alcázar almohade, o paseando ya de noche por el entorno de la Catedral, con bares con hora y media de espera para pillar mesa libre.

Esta fiesta de septiembre, donde los niños aprenden a venenciar y pisan la uva —la mejor manera de valorar y querer algo es conocerlo—, y hasta los comerciantes del mercado de abastos venden sus exquisiteces fuera de su contexto cotidiano, está siendo todo un éxito. Quizás por el largo trabajo que todos los últimos gobiernos municipales emprendieron, quizás porque había muchas ganas de salir como fuera, de tomar las plazas nuevamente, de volver a rozarnos aunque fuese con mascarilla y cautelas. O quizás porque todo es cíclico y a la ciudad ya le tocaba rescatar por derecho su añorada Feria de la Vendimia. Aquella que el pueblo recuerda como su feria, esa en la que tras la cosecha había bolsillos llenos para gastar y compartir.

Estamos en un lugar privilegiado del mundo y deberíamos aprovecharlo más. Hay un pareja de norteños que es consciente. Tan conscientes que se quejan agriamente a una dependienta en una confitería del centro: “Fuimos a pedir un vino de la tierra y el camarero nos puso un Rioja”. Hago oídos sordos, aunque me duela. Me alegra ver que cerca de allí, en el Arenal, con el fastuoso monumento de Benlliure, hay niños acercándose al origen de la cultura vitivinícola de su tierra. Estamos en reconstrucción, en renovación, un año más. Falta educación, tradición sostenible, formación y estrategia a largo plazo. Justo como lo que sí tiene el sistema de crianza del jerez. Ese que desde hace ya días ha empezado a pensar en los jereces del mañana.