Mi infancia son recuerdos de un cine en Jerez. En invierno, en alguna tarde de miércoles día del espectador, o en el fin de semana, ante las pantallas grandes, enormes diría yo, del Luz Lealas, del Jerezano —qué jerezano que se precie de serlo no recuerda aquel mítico quiosco de chucherías en plena plaza San Andrés—, o del Delicias, donde una vez llegué tarde a una de sus sesiones y casi ruedo por las escaleras de oscuro que estaba.
En invierno era una infancia de cine, pero también en verano, en las noches mágicas del Terraza Tempúl. También se esfumó. Esos recuerdos, esos momentos, ahora que se cumplen 40 años del estreno de Blade runner, se han perdido en el tiempo (y lo seguirán haciendo) como lágrimas en la lluvia.
Así, como gotas de esa lluvia que no llega, se va perdiendo cada día el espíritu hasta ahora intacto del Delicias, víctima de la piqueta, reducido a escombros junto a sus butacas, que tantos enamoramientos y roces furtivos vivieron, que tanto asombro recogieron fruto de lo que escupía la gran pantalla, ya fuera por Indiana Jones o por alguna de las muchas cintas de todo pelaje que se proyectaron.
Un enorme cartel se abre paso ahora en la fachada del cine: se alzará un bloque con medio centenar de viviendas. Un mamotreto residencial en una ciudad con suelo más que suficiente —si algo no falta es suelo— como para haber protegido de algún modo este equipamiento cultural.
Un santuario que, ay, solo permanecía en el imaginario de los nostálgicos y de los vecinos de la populosa zona de las Delicias, que ahora verán una anodina torre de pisos en el lugar donde estaba su gran cine de barrio. Todo se pierde, todo lo engulle la especulación, todo cierra pendiente de derribo. En el mundo del audiovisual, las grandes salas de exhibición son ya reliquias del pasado, aquí o en Madrid.
Hace poco paseaba por la calle Fuencarral y de al menos siete enormes salas que había en la antigua zona de los cines ya solo quedaban los Cines Paz y el Proyecciones. Ya no hay carteles de películas pintados a mano en la Gran Vía, solo luminosos mareantes de multinacionales y cadenas de franquicias que no permiten distinguir si uno está en un sitio o está en otro. La vaca de Ale-Hop, las empanadillas argentinas, los souvenir españoles made in China, la ropa barata del Primark hecha por explotados de otras latitudes, y esos musicales de cartón piedra que hasta llegan a provincias.
El Delicias, con toda su pequeña gran historia, ya va quedando reducido a escombros. Añicos compuestos por todos sus espectadores, que no han podido en muchos casos ni darle su último adiós. Como cuando ardió el Lealas —un alegórico final para el templo donde vive el material inflamable del que están hechos los sueños—. Una película de la saga Star Trek puso punto final en abril de hace 23 años a las proyecciones en el Cine Delicias, instalado desde el año 62 en pleno barrio de La Asunción. Me gustaría entrevistar a aquel último espectador y ver juntos el día de la demolición final. "La melancolía: halo vaporoso de la temporalidad", suspirará, citándome a Cioran en El ocaso del pensamiento. "La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo, y tu has brillado mucho, Delicias", le replicaré aludiendo a esos tiempos distópicos de Blade runner.
De aquellos tres cines que había en mi Jerez solo resiste en pie el Jerezano. Y gracias a que su fachada está catalogada como de alta protección urbanística. Cualquier día se la saltan, o la cambian, y también lo tiran abajo —por favor, si lo van a tirar a la basura, véndanme ese maravilloso rótulo—. Y entonces, solo entonces, habrá un enorme dolor y pesar en las redes sociales entre quienes frecuentaron de niños o mayores aquella sala con más olor a celuloide que a palomitas. Y lo lamentaremos mientras nos quejamos con una mano en alguna red social y, con la otra, sostenemos el mando a distancia rebuscando entre cientos de películas del catálogo de Netflix.
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