Este pasado sábado 11 de diciembre, penúltimo fin de semana de Zambomba jerezana antes de la Nochebuena, la ciudad reivindicó su celebración típica como Bien de Interés Cultural. Fue en un acto organizado por el Instituto Andaluz del Flamenco en el complejo de La Atalaya, cuando se cumplen seis años desde la designación de este patrimonio cultural como BIC.
A pocos metros de allí, volvía la degeneración de dicho patrimonio. Volvía un fin de semana más el zambombódromo a muchos puntos del centro de la ciudad, una especie de sambódromo de nula distancia social, alcohol y excesos que poco tiene que ver con la tradición y la esencia de estas fiestas (ni mucho menos con su preservación como indicaría la designación como BIC).
Bares que ponen veladores a su antojo en función de donde pega el sol —da igual que eso corte el paso o impida disfrutar de una plaza pública—, orines por las calles, coches mal estacionados invadiendo aceras y bloqueando puertas de domicilios particulares, colas para entrar a conciertos que tienen de todo menos ambiente navideño, botellonas por doquier, enganches ilegales al alumbrado público con las autoridades mirando para otro lado... Un sinfín de efectos nocivos (daños colaterales) de un evento multitudinario donde este año también se ha hecho la vista gorda con la pandemia de covid. Todo sea por el negocio... y por las ganas de fiesta.
Esta cumbre del muchismo, un fenómeno que tiene que ver con el turismo masificado, que habitualmente genera pocos ingresos donde se celebra y tiene frente a la masa de visitantes a una legión de empleados precarios e inestables, sigue en plena forma tras el parón del último año por el coronavirus. A ver hasta dónde se estira el chicle y a ver cuánto aguanta una fiesta masiva, como la feria pero en el centro, sin regulación estricta municipal. Repoblar el centro y proteger un patrimonio cultural tiene poco que ver con todo esto.
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