Una lección de vida

Mi madre me dijo: "Mira, qué bonita ha salido la flor del pacífico que planté". Me pareció bellísima, con esos colores amarillo y naranja, tan vivos, impregnando sus enormes pétalos

Filólogo, autor de varios libros de poesía

Una flor del pacífico. Por Sonia Blanco en Flickr.

El otro día llegué a casa y me fijé en que había una flor preciosa en una de las macetas que tenemos en el patio. Mi madre me dijo: "Mira, qué bonita ha salido la flor del pacífico que planté". Me pareció bellísima, con esos colores amarillo y naranja, tan vivos, impregnando sus enormes pétalos. Me pareció un canto a la vida.

Por la mañana salí de casa, ensimismado, con el tiempo justo como siempre, y no le presté atención; pero al volver a casa, quise acercarme a verla, a deleitarme un rato con ese pequeño sol que nos había brotado en el jardín. Entonces, donde había encontrado, tan solo el día antes, una algarabía de tonos anaranjados y amarillos, me encontré, apocado, un gurruño pálido y seco. Una sombra de lo que aquella flor del pacífico fue.

Sorprendido, me giré y le pregunté a mi madre que qué le había pasado. Que cómo podía estar así si había florecido ayer. Ella me dijo que las flores del pacífico son así: florecen, y se mueren a las 24 horas. Quedé completamente estupefacto. En shock.

Durante un buen rato, una tristeza comenzó a filtrarse dentro de mí, ocupándolo todo, y sentí que mi cuerpo era una especie de gimoteo gigantesco incapaz de llorar. Pese a que ansiaba hacerlo. Una profunda melancolía por aquella flor del pacífico que irrumpió en el jardín, en mi vida, deslumbrándome con su belleza. Y es que allí estuvo. También cuando yo salí de casa, ajeno a su presencia: allí, durante 24 horas, ofreciéndose al mundo.

Con una predisposición, con una euforia inconcebibles para nosotros, los humanos. Los humanos…, esos seres que se quejan por todo, que piensan que vivir ochenta años no es suficiente y que desean perpetuarse ad eternum, y que escriben poemas diciendo "pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente". Y vagan por el mundo, como un jirón de tristeza –igual que aquel gurruño que encontré–, lamentándose, cuando lo ven en alguien más o menos cercano, por su pronto final. 

Y esa flor ahí, en aquella maceta, sola, sin nombre, entregándose al mundo. Con solo 24 horas por delante. Y dándolo todo. Dándonos –también– una lección de vida.