Cuando pienso en la diversidad de ofertas que comprometen ocio y entretenimiento, contenga o no reminiscencias culturales, se me escapa casi sin querer una mirada de soslayo hacia los libros. Aquellos fieles y silenciosos compañeros de andanzas. Ellos, con bastante pena y certeza, me recuerdan con regusto amargo al mítico grupo musical de la década de los ochenta: El último de la fila.
Lo digital y las plataformas audiovisuales le han ganado la partida a algo tan básico, tan nuestro y tan de siempre como las publicaciones en papel. Y es que, se cuenta por una inmensa y ruidosa minoría la que todavía se aferra al romanticismo del olor a celulosa que desprenden los ejemplares impresos. Casualidad o no, para cada acción hay una reacción.
Encontrar una motivación que justifique el por qué un elemento tan necesario e instructivo puede llegar a generar ciertas apatías, da lugar a un debate tan plural como variado. Aquí el que les escribe lo tiene muy claro. Existen dos ejes fundamentales que sostienen a esta teoría y ambos concurren en un denominador común: el factor de la edad temprana.
Por un lado, los padres que relegan la distracción de los niños pequeños a los teléfonos móviles como subterfugio para que no den la lata. Y por otro, la dichosa lectura obligatoria que todos, en alguna ocasión, hemos padecido en la escuela o, en su defecto, en cualquier centro de enseñanza. Y justo aquí considero necesario hacer un inciso.
Nadie pone en duda la buena voluntad de los docentes que, por ser más académicos que otra cosa, encuentran en los grandes clásicos la opción más adecuada para que niños y adolescentes si inicien en el placer de la lectura. Ahora bien, llegados a este punto, cabría hacer examen de conciencia para ahondar en la mastodóntica diferencia existente entre lo ordinario y lo oportuno.
A muchos profesores les puede resultar idóneo que niños que no llegan a los quince años de edad lean El Quijote, La Celestina o El Lazarillo de Tormes, pero ¿cuál es el objetivo? Los porcentajes están ahí y la pregunta conduce a una batería de preguntas mucho más demoledora: ¿cuántos de esos chavales terminan convirtiéndose en lectores potenciales?, ¿buscamos el apego o el desapego por la literatura?, ¿qué objetivo hemos alcanzado?
Miren, partiendo de la irrefutable premisa de que puedo estar equivocado ―solo faltaría― , llevo bastante tiempo cuestionándome eso mismo… se antoja necesario darle una vueltecita al tema. Ser más “comerciales” que otra cosa. En esas edades y en un público tan exigente como el juvenil, resulta primordial ser pragmáticos. Señores docentes, aparquen los tecnicismos rescatados de polvorientos manuales de estilo y sean valientes, apuesten por literatura a gusto del consumidor. Algo accesible y menos farragoso. Lo importante es captar adeptos. Una vez se consiga eso, ya tendremos tiempo y ocasión para los Galdós, Cervantes o los García Lorca.
Si de mí dependiera, preferiría mil veces ganar lectores a los que ir moldeando poco a poco que no perderlos para siempre.
De verdad, ¿de qué vale una lectura desapasionada ―por muy obligatoria que sea―, cuando estás suscitando el mismo interés que si tuvieras entre manos el prospecto de un Omeprazol?
Recuerden, leer es un placer, todo lo que conlleve un sacrificio no es más que tomar el camino erróneo. Háganselo mirar, no pierdan el tiempo y tampoco se lo hagan perder a nadie.