La confusión generalizada entre lo que pertenece a la lengua y lo que pertenece a la escritura es una de las grandes desgracias que nos asuelan. No distinguir con precisión entre una y otra genera sinsentidos y estupidez: pocas cosas me parecen tan acuciantes como llamar la atención sobre ello.
Que alguien sea analfabeto o semiletrado no involucra que no tenga una cabal competencia lingüística; que alguien sea culto no asegura que vaya a respetar la gramática de la lengua que habla (de hecho, las insufribles pedanterías de los cultos son a menudo intromisiones de hipercorrección y el mayor peligro al que se enfrenta quien se pone a escribir: yo mismo en este mismo momento, pues he tenido que pararme para decidir si me inclinaba más bien por asuelan o asolan, temeroso de parecer inculto).
Porque una cosa está clara: nunca la escritura (ni la alfabética ni ninguna otra) va a poder reflejar la complejidad de la lengua que representa. No es más que una consecuencia del principio de no redundancia, según el cual ningún sistema semiótico es capaz de contrahacer sin pérdida significativa otro distinto. No es ya que los signos de puntuación sean incapaces de dar cuenta de la riqueza presente en las modalidades de frase (u oracionales) o de que una cosa sea la palabra ideal y otra la sintagmática o de que haya que olvidarse de reproducir los idiotismos de este o aquel (l@s que al hablar no saben tragar saliva sin chascar la lengua casi parecen haber incorporado a su sistema fonológico esos insufribles clics consonánticos), pues intentar reflejar el habla de cada hablante es descabellado, sino que los códigos escritos son instrucciones cuyo único peligro es que lo razonable de las mismas se sobreponga a las instrucciones de que la lengua ha juzgado dotarse sin hacer caso de nadie.
La tentación vive arriba y, en efecto, desde arriba se ha querido siempre intervenir en los asuntos del lenguaje. Ahora bien, Caesar non est supra grammaticos. Que el poder no esté por encima del lenguaje lo reconoció hasta Stalin en los años cincuenta entre bombas de hidrógeno por aquí y un gulag por allá, es decir, no pertenece a la cultura, no es superestructural. Lo que pertenece a la cultura es la codificación. En otras palabras, ninguno de nosotros se equivoca al poner las comas, nos equivocamos al poner los signos de las comas. No es lo mismo, aunque tantos crean que sí, porque creen que el lenguaje es el léxico, que es la parte más superficial de este.
Debo al ilustre ortotipógrafo José Martínez de Sousa el descubrimiento de una singularidad, aunque luego he visto que ya se había reparado en ella antes. Resulta que la ortografía del castellano es incapaz de dar cuenta de un enunciado lingüístico perfectamente válido. Es una asombrosa curiosidad, pero que me sirve para demostrar la insuficiencia de lo escrito frente a lo oral, es decir, para dar cuenta mediante instrucciones reflexionadas del comportamiento de la lengua. En efecto, da la casualidad de que no somos capaces de escribir (con las reglas actuales) el presente de imperativo de segunda del verbo salir con pronombre enclítico. Algunos han interpretado este hecho como un fallo informático, lo que no me parece del todo mal siempre y cuando no se entienda como simple errata, sino como algo mucho más grave, como si pudiéramos hacer una jugada legal de ajedrez, pero no apuntarla en la planilla. El protagonista de este bug es el dígrafo ll (al que apearon hace tiempo de su función de ordenación alfabética). Hemos dado con lo pronunciable no escribible. Alucinante. De hecho, llevo años intentando encontrar ejemplos parecidos y lo más cercano, aunque no exactamente lo mismo, se dio cuando mi señora, harta de llevarme y traerme a todas horas y a todas partes por mi negativa a conducir, me dijo con fastidio: “Me tienes a maltraer... y a malllevar” (donde la imposibilidad de conceder el estatuto de palabra a malllevar no es por consideración lingüística -pues no se ha hecho más que aplicar un principio de analogía, con satisfactorios efectos expresivos-, sino por el caso ortográfico que surge del fenómeno de lexicalización, aún en ciernes en la realización concreta de esta hablante), pero, bueno, seguro que Sousa tiene otros.
Imaginemos la escena: estamos en el tercio de varas y el torero dice a su subalterno que salga al encuentro del toro para ponérselo en suerte. Llega el momento y el subalterno, acobardado por el impresionante trapío del morlaco, se hace el remolón. El maestro grita: “¡Salle al encuentro, cobarde!” Ahora bien, sallar significa escardar y eso no es lo que el maestro le está exigiendo al cobardica. “Sale al encuentro”, tampoco vale, pues eso no es una orden, sino algo más bien declarativo. “¡Sal le al encuentro!”, podría valer, pero va contra la regla que adhiere la partícula átona a la palabra precedente. “Sal-le al encuentro”, por otro lado, choca con las normas vigentes de uso del guion. “Sálele al encuentro”, podría ser también una solución (como me confirma que se hacía en el siglo XVII mi amigo José María Bellido), arcaizando la cosa, pero sería introducir una e expletiva que solo se sostendría de manera escrita. ¿Más soluciones? Inventarse algún signo ad hoc (del tipo del punto, como en catalán) e, incluso, ignorar el problema. En definitiva, que no hay forma de escribir con las reglas actuales un enunciado tan trivial. Si al torero se le ocurre ponerse a pensar en todas estas cosas, acaba en comisaría y el (mallidiado) toro ha de matarlo el sobresaliente.
Pero la tesis era otra: demostrar la asimetría entre lo que representa y lo representado. Creo que a Kurt Gödel le habría encantado esta polilla que cortocircuita las reglas. Quizá algo menos a Wittgenstein, pues aquello que no puedes escribir aún puedes decirlo.