A nadie que tenga una esclava en casa le interesa matarla. Una esclava muerta no lava y plancha la ropa, ni hace la comida y lava los platos, ni lleva a los niños a la escuela y los recoge, ni atiende solícita y puntualmente los requerimientos sexuales. Entonces, ¿por qué no paran de crecer los crímenes machistas a manos de las parejas y exparejas? ¿Estamos ante una involución en el avance del ser humano hacia un mundo cada vez más racional y civilizado? Podría ser. Sobre todo, si a ese aumento de la violencia de género le sumamos la proliferación de guerras y el aumento de la extrema derecha, incluso en países de larga trayectoria democrática y sensibilidad social.
Podría ser por todo eso y porque ellas han decido no aguantar lo mismo que aguantaron en silencio sus madres, sus abuelas y sus bisabuelas: opresión, control, humillación y violencia. Podría ser que ellas quieran dejar de ser esclavas y conquistar el estatus de igualdad, alcanzar el sueño de una convivencia basada en el amor y, cuando éste no es posible, en el respeto mutuo y en el cariño. Y cuando nada de eso es posible, que cada uno siga su camino. Pero entonces sale la bestia que tantos hombres llevan agazapada en las negras entrañas, fiera posesiva e irracional, monstruo capaz de hacer saltar por los aires sus propias vidas y las de quienes supuestamente amaban. O mía o de nadie.
Desde hace años, cada vez que leo la noticia de un nuevo crimen machista me vienen a la cabeza las imágenes de aquellas películas de esclavos, tipo Raíces, en las que los braceros trabajaban hasta la extenuación en las inmensas plantaciones de algodón del sur de los Estados Unidos. Los propietarios les trataban primero con paternalismo, despóticamente más tarde y a latigazos les sacaban la piel a tiras cuando se les antojaba. Mal alimentados y encadenados por los tobillos, difícilmente podían escapar de aquellas cárceles que eran los campos de algodón de los señores.
Sin embargo, el ansia de libertad del ser humano no admite trabas ni siquiera en aquellas condiciones infrahumanas. Por eso siempre llegaba el momento trascendental de la huida. Solía ser el cenit de la historia, el clímax, el punto de no retorno. El todo o nada. El esclavo, en harapos, atravesaba ciénagas, vadeaba ríos y trasponía montañas. El señor, con parsimonia, tiraba el látigo, descolgaba el rifle de la pared y comenzaba la persecución precedida por una jauría de perros siguiendo el rastro. Todo o nada. Había que matarlo porque ya no iba a ser útil y porque así mostraba a los otros esclavos lo que les esperaba si seguían el ejemplo del huido.
No creo que haya grandes diferencias de fondo entre las secuencias de Kunta Kinte y las que debe de vivir una mujer que decide romper sus ataduras para emprender una nueva vida. No todas las mujeres, faltaría más. Pero sí las que son asesinadas. Mueren a manos de seres que tienen un exacerbado sentimiento de la propiedad similar al que tenían los señores del algodón con respeto a sus braceros. O míos o de nadie. Dueños y señores de las haciendas y de las personas. Ahora hay más víctimas que hace cuarenta o cincuenta años no porque haya más violencia, sino porque más mujeres deciden huir de la esclavitud, de la agresión cotidiana, de la humillación sin tasa, del control celoso, del desprecio injusto.
La solución no es seguir en el sometimiento. Tampoco soluciona nada la resignación social ante una lacra que provoca más de cincuenta asesinatos de mujeres cada año. Hace falta tomar conciencia del riesgo que supone la decisión y planificar la huida hasta el último detalle. Como lo haría Kunta Kinte. Sabiendo que el peligro existe incluso ante amos aparentemente inofensivos. Ocho de cada diez víctimas no habían denunciado al maltratado. Ellas debían ser las primeras en conocer el peligro, pedir ayuda y denunciar. Estaban a merced de monstruos que empuñaban un arma. En lo que va de año han perecido 52 de las nuestras cuando atravesaban las tierras cenagosas del divorcio huyendo de una jauría de perros rastreadores.