Ayer tarde eché un rato en la biblioteca pública. Curioseaba por los títulos de literatura española, y de la otra ala de la sala me llegaban voces de opositores que se hacían preguntas tipo test. Ella interrogaba y ellos prestos respondían esforzados en no pensar ni desviarse por ráfagas de humor. ¡Que tortura me evocaba ese ejercicio! Por fin di con un libro El siglo de las luces. Reformas lustradas y abandoné la sala.
Ya en la calle, pensaba en la diferencia entre el ser y el deber ser, y con estos pasos vine a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio friki en el mundo, y fue que un ingenioso aparato pudiera medir el nivel de reformismo o conservadurismo en las personas. ¡Admiren que cosa, es capaz de detectar grados y también los clasifica! La máquina ofrecería resultados como: ‘ésta persona está muy comprometida con la protección del medio ambiente pero es muy conservadora de las costumbres populares, su grado reformista es medio’; en otro caso ‘éste quiere revolucionarlo todo con la tecnología, menos las cuestiones familiares para las que sigue los preceptos de la Santa Madre Iglesia, su grado reformista es muy desigual’; o, ‘éste es un neoliberalizador en política de drogas y pretende abolir el dinero, su reformismo es contradictorio’.
¿No son lo conservador y lo progresista caras de las pocas monedas que nos quedan en los bolsillos? Hay quien cree que el día en que nació, su madre parió también al reformismo, porque antes, todo, debía ser oscuridad. ‘Ay amigo, si el primer reformista fue quien aprendió a hacer fuego’.
Entonces ¿qué cosas creemos que deben ser reformadas? Las que el código de la ideología dicta. ¿No es eso un poco irracional? Pues también hay reformistas o conservadores por herencia o lealtad a sus antepasados. (Vaya usted a saber qué decía su pobre abuelo o abuela cuando agarraba un cabreo).
En esta balumba de la política sociológica, habita la minoritaria resistencia, que tanto rechaza una atención médica contrastada como le niega valores a la historia. Se rechaza lo dado, también la masculinidad, porque todo lo imperante hasta ahora le provoca sospecha. Desconfía incluso de la razón, facultad a todos dada; sospecha de sí mismo. Por estas sendas tenebrosas se acaba recurriendo a seudociencias, soluciones radicales o destructivas con rumbo al vacío (negación). Probablemente aquel prodigio de máquina-escáner echaría humo al toparse con este apocalipsis que enarbola la lágrima fácil y prefiere entregarse a los cuatro vientos.
No vamos a entronizar a la razón (ella misma no lo permitiría). Ella se ejerce en el día a día, es transversal, comprensiva, e incluso frente a esa negación redentora, resulta modesta. De hecho, es el auxilio al que recurrimos ante los problemas que realmente nos importan, como las asperezas laborales o las cosas del hogar. Por otro lado, todo racional y cordialmente dicho, no será nuestro cuerpo el que reniegue de la emoción. No ignoramos ‘que el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe’ (Luis Cernuda, 1902-1963).
Pero bueno, yo sólo quería plantearles si creen conveniente en este preciso instante pedirles un aumento de sueldo.
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