Fui de los que estaban una noche de noviembre del 92 en el córner izquierdo de gol sur del Pizjuán cuando un chiquillo tiro la bola de papel metálico del bocadillo a Maradona. Diego, sin dejarla caer al suelo hizo maravillas. El estadio entero se vino abajo y hasta los defensa del Zaragoza se quedaron paralizados contemplando las barbaridades que hizo el argentino con la pelotita del bocadillo del chaval.
Maradona compartía con Garrincha y con Best un cuerpo imposible para el deporte, lastrados por la pobreza, la polio o la tuberculosis. Fueron adorados por los de abajo como nadie. Los tres encontraron finalmente la redención en el alcohol. Ellos son el ejemplo más claro de que el fútbol no es un deporte sino una religión popular, orgiástica, trágica, insana donde el cuerpo atlético es casi un estorbo, la marca última de la pobreza; la religión de la clase obrera. En las villas miserias de Buenos Aires, en las favelas de Río o en los barrios de Belfast millones de trabajadores pobres han soñado con las gambetas de Maradona, los increíbles regates de Garrincha con las piernas arqueadas por la polio o con lo recortes de un Best que siempre parecía haber escapado del pub para echar un partido con los amigos. En ese barro es donde nacen, se crían y crecen los genios de un juego que nació con el capitalismo industrial pero que en realidad es un enorme intervalo entre la explotación y la explotación. Pasolini vio que ese juego lejos de ser un tiempo alienado, como siempre ha creído torpemente la izquierda demosfóbica, era un tiempo sacramental para los parias de la tierra.
Los tres (Maradona, Garrincha y Best) eran en la cancha y en la vida el ejemplo contra ejemplo que todos queríamos ser; perfectos de imperfectos que eran. Cada uno de sus movimientos en el campo habrían espacios infinitos allí donde los demás, incluidos sus compañeros, no veían sino un bosque de piernas. En la vida pasaba igual, abrían alamedas de alegría donde los demás solo percibíamos miseria. Como el Cantona de la película de Ken Loach, cuando más negras se ponían la cosas siempre aparecían ellos para plantar cara a los hijos de puta de las plusvalías.
Aunque parezca paradójico Maradona era la imagen idealizada de esos barrios donde vive la gente que ha nacido para ser expoliada, y a la vez, la promesa de un redención imposible. Si alguien quiere saber lo que es el populismo más que leer a Laclau que intente comprender ese fenómeno social que es Maradona como lo fue Garricha o Best. Posiblemente decir que Maradona era Dios sea en cierto sentido faltar al respeto a Maradona, pero en otro sentido el pelusa era un Dios más real que ninguno porque si Dios no es más que la sublimación del pueblo, como creía Durheim, Maradona era el pueblo en carne viva bajo la forma imperfecta y rugosa de una pelotita de papel como aquella del bocadillo que aquel niño le arrojo aquella tarde de noviembre en el Pizjuán.
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