Decir que el marxismo es una religión puede parecer un absurdo, además de ser una buena manera de recibir críticas por ambos lados, de ateos y creyentes. ¿No dijo Marx que la religión era un opio para el pueblo? En realidad, su pensamiento puede entenderse como una versión secularizada del cristianismo. Que arremeta en su contra es, desde esta óptica, irrelevante. No por abominar de nuestros padres nos parecemos menos a ellos. El autor de El Capital no creía en Jesucristo, pero sí que veía la historia como un relato de redención en la lucha contra el mal, en el que la clase obrera sustituía al pueblo de Dios. Esta y otras semejanzas contribuyen a explicar porque tantos cristianos han adoptado el marxismo como filosofía política sin renunciar a su fe.
Uno de los fundadores en España de Cristianos por el Socialismo, Alfonso Carlos Comín, ya hizo notar que el marxismo, por paradójico que resultara, había actuado también como una Iglesia, con su Papa afincado en Moscú, tan infalible como el del Vaticano, y sus dogmas supuestamente incuestionables. El jesuita José Ignacio González Faus, a su vez, definió las ideas de Marx como un pensamiento teológico: “Porque teológico es aquel pensar en que el hombre es visto a la luz del absoluto, en que existe una escatología activa, en que la pregunta por el sentido de la vida es englobante al sistema y en que la noción de justicia juega un papel tan preponderante como en la Biblia”.
Para dar cuenta de estas similitudes entre lo que es, en apariencia, opuesto, nació un concepto, el de religión política, que se ha abierto paso en el mundo académico. Su origen, sin embargo, puede rastrearse hasta la Ilustración, con la religión civil que según Rousseau se encargaría de formar buenos ciudadanos. A su vez, en la década de 1930, diversos autores como Bertrand Russell o John Maynard Keynes interpretaron en términos religiosos tanto el fascismo como el comunismo. Ambas doctrinas podían ser vistas como “formas de fe que son sustitutos antirreligiosos de la religión”, según la aguda definición del escritor Franz Werfel.
Tiempo después, el pensador galo Raymond Aron hablaría de “religiones seculares” para referirse a aquellas doctrinas que reemplazaban al antiguo catolicismo y prometían la salvación en un orden social por construir. En la actualidad, los historiadores debaten sobre si es más adecuado hablar de religión política, pseudorreligión, antirreligión o religión sustitutiva.
Friedrich Engels ya advirtió que entre los primeros cristianos y los primeros comunistas existía una semejanza notable. Unos y otros pertenecían a las clases desheredadas y habían sido perseguidos por el poder, los primeros como enemigos de Roma,los segundos como enemigos del orden social. La represión, sin embargo, no impidió su incontenible expansión. Tanto en un caso como en otro se trataba de personas firmemente convencidas de sus ideas, imbuidas de la seguridad de que iban a salir victoriosas en la lucha contra un enemigo todopoderoso. Los fieles de ambos movimientos también tenían en común su fuerte rechazo a las injusticias, sólo que con una diferencia significativa: los cristianos remitían la liberación a una vida futura, los comunistas pretendían materializarla.
El hecho de que Marx proviniera de una familia judía facilitó, tal vez, que de forma más o menos inconsciente el marxismo interpretara la historia a través de una transposición de las categorías cristianas. ¿El demonio? Ahora lo encontramos convertido en el opresor capitalista. ¿Herejes? Son los revisionistas, empeñados en adulterar el auténtico pensamiento revolucionario, es decir, el nuevo Evangelio. El paraíso, a su vez, experimenta su propia transformación para convertirse en la sociedad sin clases donde todos los hombres serán hermanos.
No faltan textos sagrados, en este caso la Biblia deja paso a El Capital. ¿Tendrá razón el historiador Michael Burleigh cuando afirma que el marxismo fue un drama “de inspiración religiosa cuidadosamente camuflado dentro de diversos aditamentos que suenan a científicos”? El marxismo, según George Steiner, pese a su carácter antirreligioso, vendría a ser “una especie de teología sustituta”. Para este filósofo, su ideología proporciona una versión social e histórica de la doctrina cristiana del pecado original y de la redención: “El marxismo (...) habla del progreso del hombre desde la esclavitud hasta el reino futuro de la justicia perfecta”.
En ambos casos, el de la fe y el de la teoría científica, lo que se nos propone sería una salvación del hombre de carácter mesiánico. Ello explicaría por qué tantas personas valiosas y entregadas continuaron sirviendo abnegadamente a la causa comunista pese a la barbarie del estalinismo.
Para confirmar que Steiner, cuando hablaba de religión sustituta, tenía razón, nada mejor que leer a Pasionaria. La famosa dirigente del PCE admitió cómo, pese no conocer gran cosa del marxismo, al comenzar su carrera política poseía una “fe del carbonero” en el triunfo de sus ideales. No se avergonzaba de este primer periodo de sectarismo porque el partido, entonces, había demostrado su combatividad. En otra ocasión se refirió, en términos inequívocamente religiosos, a la confianza total de sus camaradas en la victoria final, inevitable si uno estudiaba las leyes de la Historia. Era esta fe la que permitía a los comunistas soportar toda clase de persecuciones, que se les golpeara, encarcelara y asesinara como si fueran bestias dañinas. El marxismo les ofrecía, como la religión a los creyentes, la seguridad de que podrían alcanzar un mundo mejor.
No faltan otros ejemplos. A un intelectual de la importancia de Manuel Sacristán le sorprendemos en un detalle propio del devoto cristiano amante de las estampas religiosas, sólo que en este caso no se trata de un Corazón de Jesús o de una Virgen María. Lo que llevaba en la cartera este filósofo era, junto al retrato de su mujer, una imagen de su punto de referencia intelectual. Karl Marx, por descontado. El poeta Marcos Ana también nos proporciona, en sus memorias, una anécdota aún más significativa. En cierta ocasión en la que estaba en el calabozo, después de ser torturado, otro preso le pasó a través de las rejas un retrato de Lenin que había arrancado de un libro. La imagen obrará el milagro al confortarle y darle fuerzas frente a sus verdugos. Un cristiano hubiera rezado en momentos como aquellos; él, a su manera, hacía lo mismo cuando hablaba con Lenin como si pudiera escucharle: “Mira cómo me han puesto, pero no te preocupes, no me romperán, te lo prometo”. Cuando rememore este episodio, muchos años después, el escritor constatará la evidente carga mística de su romanticismo militante. El filósofo polaco Ernst Bloch no se equivocaba, pues, cuando afirmaba que allí donde hay esperanza, hay religión.
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