Antaño, la raíz misma de la filosofía y hogaño, compartiendo estantería con las ciencias ocultas. ¡Pobre destino para los escritos de Aristóteles! ¡A Andrónico de Rodas tendría que haberle comido la mano un gocho o que le hubiera salido al menos un panadizo! Pero pudo más el hecho de que aquello mereciera la pena de conocerse.
Escapando de Atenas a toda prisa tras la reacción antimacedonia derivada de la muerte de Alejandro, Aristóteles evitó que la ciudad pecara por segunda vez contra la filosofía (la primera, ya la conocemos). Se llevó consigo sus zarrios, pero también sus libros esotéricos (sus apuntes privados). Muchos, no todos, sobrevivieron a las ratas, pero resultó que catorce de ellos eran además extraordinariamente singulares. Son aquellos que Andrónico editó tras los libros que hablaban de la naturaleza, es decir, de la physis y, en consecuencia, el competente Andrónico, a falta de otra solución mejor, los tituló así: Meta ta physika, es decir, los que van tras de los libros físicos. Como aquello no quería decir nada, se barajaron, ya en aquellos tiempos, otros títulos, por si hacían sentido: Sabiduría, Ciencia primera y otros más.
Todas estas denominaciones porque, por un lado, se percibía la trascendencia de lo que allí se decía y, por otro, no quedaba claro del todo de qué se estaba hablando. En efecto, eran cosas de las que apenas alguien había dicho algo antes (quizá su maestro, Platón), por lo que nadie pudo entenderlas de forma cabal. Probablemente ni él mismo acabara nunca de hacerlo, tal era su dificultad y la ambición. Comoquiera que ello fuera, Metafisica acabó por imponerse (Kant decía, incluso, que era asombroso lo bien puesto que tenía el nombre). Y como todo quiere tener un sentido, algunos acabaron por encontrárselo, de tal manera que aquel título casual pasó a significarlo todo: lo que está más allá de la física, los primeros principios, lo que es en cuanto que es (sea eso lo que sea), lo que es primero...
De ese batiburrillo de significaciones, de esa impostura, en otras palabras, muchos se aprovecharon, hasta el punto de que del título se pasó a la cosa, es decir, a la fundación de una disciplina rectora y primera para el conjunto del saber. Sobrevivió durante siglos y tuvo momentos de esplendor (tal vez los máximos desde un punto de vista conceptual). Pero, como todo, la cosa languideció a continuación (más o menos a finales del XVIII, principios del XIX). El traje se llevó al tinte: algunos optaron por los oropeles y llamarla ontología, pero apenas si se consiguió prolongar la agonía. Aquellos conceptos alucinados, aquella problemática extraña es hoy motivo de burla y escarnio entre los propios filósofos, esos traidores cobardes. De hecho, no hacen ahora sino adherirse a lo que por lo bajini hacía antes todo el mundo: “Metafísico estáis”, observaba Babieca, y Rocinante cariacontecido: “es que no como”.
Precisamente por todo ello, no imagino situación más favorable para volver a leer aquellos catorce libros de Aristóteles, no tanto porque considere que haya algo que salvar, sino porque son ya inofensivos, están desacreditados y resultan incomprensibles. ¿Alguien da más?