La presidenta de México, Claudia Sheinbaum.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum.

La polémica ocupa todos los periódicos. México no ha invitado al rey Felipe VI a la toma de posesión de la presidenta Sheinbaum porque el monarca no ha pedido disculpas por la conquista española que protagonizó Hernán Cortés. Sobre este polémico tema se han escrito ríos de tinta. ¿Proeza grandiosa o genocidio? En cambio, el gran público no es tan consciente cuál fue la suerte de los indígenas cuando el país azteca, trescientos años más tarde, se separó de los dominios hispanos.

La independencia se hizo por blancos y para blancos. En 1821, un catecismo político, estructurado a partir de preguntas y respuestas, se pregunta si México no hubiera podido liberarse a principios del siglo XVIII, cuando la metrópoli estaba inmersa en la guerra de Secesión. La respuesta es negativa. Esta imposibilidad se justifica por la preponderancia numérica de las “castas”, es decir, de la población perteneciente a los diversos tipos de mestizaje. En cambio, en el momento de la secesión, los blancos habían experimentado un fuerte crecimiento. Según el catecismo, su mayor ventaja consistía en la “preponderancia de luces y conocimientos”.

Supuestamente, los indios, con la constitución de la República mexicana, ya no tenían el menor motivo de queja. Todos, sin distinción de raza, se habían convertido en ciudadanos. La realidad, sin embargo, era muy distinta. Los blancos temían que estallara una guerra racial en la que les arrebataran poder. Por eso se justificaban diciéndose a sí mismos que los indios y los mestizos no aspiraban a gobernar, sino a estar bien gobernados. Para evitar que se desmandaran en un movimiento revolucionario, había que confiar básicamente en tres elementos: su carácter pacífico, su respeto a la religión y el adoctrinamiento de un clero al que veneraban.

Para los indígenas, el México independiente no será una patria, sino algo ajeno, un ente lejano o, en el peor de los casos, un opresor. Así, desde el punto de vista de los pueblos originarios, los mexicanos blancos son tan extranjeros como lo habían sido los españoles. Lo contrario también es cierto: para los blancos, las masas de ascendencia prehispánica resultan extrañas. Ellos se sienten más próximos a los europeos que a sus teóricos compatriotas. Por eso, a lo largo del siglo XIX, buscarán acometer una segunda conquista que terminara el trabajo de los españoles y sometiera, o eliminara, a unas gentes que dificultan el progreso nacional. De ahí que llegara a hablarse de la necesidad de un “segundo Cortés”.

Los prejuicios racistas eran muy fuertes. Se acusaba a los indios de ser “completamente salvajes” y de resistir todos los intentos de proporcionarles una educación. Cuando se hablaba de hacer que entraran en la “Civilización”, simplemente se quería decir que debían permanecer sumisos al gobierno.

En el México decimonónico eran muchos los nativos que desconocían la lengua castellana. Ni la hablaban ni la escribían. Por eso, muchos pensaban que no podían ser considerados auténticos ciudadanos. No solo no formaban parte de la nación común, sino que cada uno constituía su propia patria.

El presidente Benito Juárez, de sangre indígena, intentó resolver esta situación. Su proyecto consistía en castellanizar a los indios para que, de esta forma, encontraran su lugar dentro de la cultura nacional. Como era de esperar, los afectados reaccionaron con una fuerte resistencia.

Según Juárez, había que sacar a los pueblos originarios de su ignorancia, de su “abyección mental”. Curiosamente, hablamos de un mandatario que, en la historia tradicional mexicana, se ha convertido en un icono progresista. Todo lo contrario que el emperador Maximiliano, encarnación de la invasión foránea. Sin embargo, el monarca Habsburgo, finalmente fusilado, pensaba que los indios constituían “la mejor gente del país” y los contraponía a los que se denominaban a sí mismos “decentes”. El régimen imperial decretó medidas a su favor, como la abolición de los castigos corporales en las haciendas o la reducción de la jornada laboral. En la práctica, por desgracia, nada cambió. Las leyes se estrellaban contra la realidad.

La cuestión agraria constituía el principal foco de conflictividad. Con el liberalismo económico, los indios habían perdido sus tierras comunes y se habían visto obligados a convertirse en jornaleros. Entre 1876 y 1886 se extendieron por todo el país rebeliones que reflejaban un descontento económico pero también identitario: estaba en juego la forma de vida tradicional de los indígenas. Estos se oponían fuertemente al gobierno central y a su intento de crear una nación culturalmente homogénea. Para los blancos, la costumbre india de vestir a su manera dañaba la imagen del país. De ahí que surgieran diversos proyectos para “blanquear” la población a través de la inmigración europea, a la que se suponía mucho más apta para el trabajo y, por consiguiente, un factor de progreso. Había quien no tenía reparo en asegurar que 100.000 recién llegados del viejo continente valían más que medio millón de indios mexicanos.

No obstante, la situación de los indígenas presentaba importantes variaciones regionales. En unas zonas, el expolio de sus propiedades les condujo hacia la sublevación. En Yucatán, por ejemplo, la guerra contra los mayas, que se arrastraba desde 1847, adquirió especial gravedad. Los yaquis de Sonora, por su parte, también empuñaron las armas. La represión, en estos casos, acostumbró a ser despiadada, de forma que ni siquiera las mujeres y los niños se libraron de la muerte y la deportación. Se calcula que entre un cuarto y la mitad de la población yaqui fue enviada lejos de Sonora, a las plantaciones de Yucatán. Según la propaganda del régimen, no eran más que enemigos de la modernidad.

En el mejor de los casos, los indígenas constituían un recurso folclórico con el que legitimar un imaginario nacionalista. México idolatraba a los indios anteriores a la llegada de Cortés, a la vez que despreciaba a los que vivían en aquel momento. En 1910, con ocasión del primer centenario de la independencia, se obligó a los niños indios de Morelos a participar en actos patrióticos ataviados  con blusas blancas. 

Tras la revolución mexicana, la encarnación de la nacionalidad pasa a ser el mestizo, con lo que los indígenas continuaron postergados. El presidente Lázaro Cárdenas, al referirse a ellos, hizo explícita su voluntad de mexicanizarlos “respetando su sangre, captando su emoción, su cariño a la tierra”. De esta forma, esos rasgos positivos contribuirían a afianzar la personalidad de la nación.

El error inicial de todos los intentos de crear escuelas para indios era siempre el mismo, el centralismo. Desde Ciudad de México se pretendían dictar normas para toda la nación, teorías que a menudo eran inaplicables porque no tenían en cuenta las circunstancias mexicanas. Era un error pretender educar de la misma manera a los zapotecos que a los mayas. En los pueblos, el maestro se acostumbraba a ver como una autoridad impuesta desde fuera.

La aparición, en 1970, del libro colectivo De eso que llaman antropología mexicana, marcó un hito en la elaboración de una teoría nueva sobre la problemática de los pueblos originarios. Los nuevos antropólogos acusaban al indigenismo oficial de perpetuar las prácticas coloniales, desde una supeditación completa a los intereses del gobierno.

El integracionismo será objeto de duras críticas, no sin motivo. En parte, por su promesa incumplida. Se dijo a los indios que si pasaban a formar parte de la comunidad nacional, su explotación sería cosa de tiempos pasados. Muchos renunciaron entonces a su cultura ancestral. La injusticia, sin embargo, continuó. El mestizaje quedó entonces desacreditado como una construcción mítica.

Por otra parte, el integracionismo suponía un intercambio desigual en el que la cultura occidental determinaba qué era valioso y qué no, mientras los indígenas quedaban recudidos a la pasividad. A ellos, en cambio, no les quedaba más salida que aceptar la organización política y económica del estado-nación.

La creciente discriminación conducirá, en 1994, al estallido de la famosa rebelión de Chiapas, donde cerca de un millón de nativos vivían en condiciones de extrema pobreza. Dos años después, la guerrilla neozapatista firmó con el gobierno los Acuerdos de San Andrés, destinados a facilitar el protagonismo político de los indígenas y el reconocimiento de su identidad cultural. La identidad nacional de México debía redefinirse de forma que garantizara el pluralismo identitario de sus habitantes. Pero, para que los Acuerdos se pusieran en práctica, debían convertirse en ley en el Congreso. En lugar de dar ese paso, la clase política mexicana, de acuerdo con una vieja tradición, empleó tácticas dilatorias y consiguió que el pacto cayera, que el pacto se convirtiera en letra muerta. El Estado se resistía a conceder derechos especiales a un sector de sus ciudadanos, ante el temor de alentar de esta forma un proceso de balcanización. Poco después, una reforma constitucional reconoció la naturaleza pluricultural del país. Pero, de esta forma, las comunidades indígenas vieron limitada su autonomía. Una vez más, la retórica y los hechos iban por caminos diferentes.

La historia de los indígenas en el México independiente no ha sido fácil. En 2021, el presidente López Obrador pidió perdón a los mayas por los abusos que habían sufrido en los últimos cinco siglos, tanto en la época virreinal como en tiempos de la República. No obstante, este gesto pudo haber sido más oportunista que oportuno. El mandatario estaba entonces a un mes de las elecciones legislativas y municipales mientras promovía un importante proyecto, un tren turístico que debía atravesar la Riviera Maya y que se enfrentaba a una potente oposición en la zona por su impacto ambiental.

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