En los últimos tiempos, en un movimiento de péndulo, la Transición del franquismo a la democracia ha dejado de ser la maravilla de las maravillas para ser denunciada como una gran impostura. España, en realidad, no habría superado el franquismo. Una de las críticas más repetidas se refiere al supuesto carácter violento del proceso, en contraposición a la imagen tradicional de un país pacífico que habría sabido evitar adentrarse en el cambio sin desencadenar otra guerra civil. ¿Está justificada esta nueva visión?
Es cierto que, entre las fuerzas del orden, mientras tanto, persistían viejos tics propios de la dictadura. En marzo de 1976, la Policía había matado a cuatro de los trabajadores en huelga reunidos en una iglesia de Álava, y herido a varias decenas. Un mes después, la Guardia Civil abatía a Oriol Solé Sugranyes, un anarquista catalán que había escapado de la prisión de Segovia durante una impactante fuga masiva.
La ultraderecha, dividida e impotente, procuraba torpedear el cambio político. Sus publicaciones estaban llenas de soflamas incendiarias, destinadas a convencer a su público de que el país se precipitaba al abismo. Así, a propósito de un atentado de ETA, Fuerza Nueva publicaba un artículo con un título que se comentaba por sí solo: "¡Viva la democracia asesina!". Su nivel intelectual, como es obvio, resulta tan escaso como el de los extremistas que hoy insultan a Pedro Sánchez con todas las barbaridades imaginables.
La estrategia estaba muy clara. Una vez más, el catastrofismo no dejaba espacio para un mínimo de equilibrio y sensatez. Había que decir que el país se sumía en el pozo fondo de la anarquía y la corrupción para justificar así una solución de fuerza, una alternativa mesiánica de salvación nacional. Solo el bando propio estaba integrado por los buenos españoles. Todos los demás eran el enemigo o se dejaban manipular por la "prensa canallesca". Los periódicos que no defendían con entusiasmo el franquismo no hacían sino proporcionar una información sectaria, impulsando así el revanchismo y “envenenando las conciencias”. La apelación a la convivencia ciudadana resulta, en boca de la extrema derecha, desconcertante, por no decir hipócrita.
Las palabras demagógicas conducían, inevitablemente, a los actos violentos. El más sonado de ellos fue la matanza de la calle de Atocha, Madrid. En un despacho de abogados laboralistas, un grupo de Falange mató a cinco personas vinculadas al PCE y a Comisiones Obreras. Los policías que detuvieron a los asesinos, significativamente, rechazaron ser felicitados por ello y que esa felicitación constara en sus expedientes personales. Evidenciaron así sus simpatías ultras.
José Álvarez Junco señala que, entre 1975 y 1982, se dieron entre seiscientas y setecientas muertes de carácter político, pero, como él mismo apunta, más de la mitad de esa cifra era consecuencia del terrorismo de ETA. La violencia, en palabras del citado historiador, "no fue, en cualquier caso, el factor determinante del proceso, aunque sí un condicionante, presente siempre en el fondo de la escena".
Sin embargo, una moda historiográfica ha tendido a exagerar las cosas. Hubo violencia "en" la Transición, pero no fue "de" la Transición porque, como resulta palpable, sus artífices no pretendían favorecer la democracia sino todo lo contrario. Se produjeron, eso sí, actos sospechosos que parecían obedecer a una intención provocadora. En julio de 1976, por ejemplo, una serie de explosiones tuvieron lugar de forma sincronizada en diversas ciudades. En su diario, José María de Areilza temía que aquellos atentados se instrumentalizaran para torpedear el proceso de cambio: “La provocación es tan obvia que resulta indiferente al público. Se inventará para estos efectos un imaginario grupo comunista, cuya denominación será grotesca y se hablará de un plan de violencia acordado en el extranjero con presencia e inspiración soviética”. Según Areilza, el plan era tan burdo que nadie lo tomaba en serio.
Detrás de aquella oleada de bombas se encontraban los Gra`p (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre). En teoría, se trataba de un grupo de extrema izquierda, pero cundió la sospecha de que sus miembros, en realidad, era ultraderechistas que se hacían pasar por marxistas-leninistas.
Los GRAPO no pasaban, en cualquier caso, de simple grupúsculo. Pretender que la violencia obedecía a un plan deliberado, orquestado por los poderes fácticos, con el fin de amedrentar a la oposición e impedir cambios políticos significativos, parece más conspiranoia que análisis histórico. No existió un plan de alcance global un propósito intimidatorio. Lo que sí encontramos son oscuros episodios puntuales como el incendio de la sala de fiestas Scala, un local que se había puesto de moda entre la burguesía barcelonesa. Murieron cuatro personas. ¿Fueron los anarquistas o se trató de un montaje policial protagonizado por un infiltrado en la CNT? ¿Se buscaba desprestigiar a un sindicato especialmente combativo?
Para Héctor González, autor de un estudio sobre el tema, no es cierto, como tantas veces se ha dicho, que el movimiento libertario se hundiera a resultas de aquel hecho sangriento. Durante los meses siguientes, los afiliados cenetistas siguieron creciendo, hasta tocar el techo de 130.000. Después comenzó la decadencia, compartida con el resto de las centrales. Se trataría, en cualquier caso, de un declive que respondía a divisiones internas, no al caso Scala, aunque es cierto que se produjo una colisión entre los militantes que deseaban defender a los acusados y los que propugnaban un distanciamiento del tema. Otro asunto que la CNT, pasado un tiempo, hiciera servir el escándalo como chivo expiatorio con el que explicar su fracaso.
La mayoría de la gente optó por la moderación por razones muy distintas a los crímenes de los grupúsculos violentos. Si bien, en un primer momento, los ultraderechistas pudieron disfrutar de cierta impunidad, sufrieron la creciente eficacia de la policía de la época. El incremento en las detenciones de estos extremistas así lo evidencia: de 137 en 1977 a 234 en 1978, como apunta Juan Avilés Farré en un luminoso estudio. Según este autor, lo que sí encontramos es la coincidencia en el tiempo de la democratización con una ola terrorista de ámbito internacional, que abarca tanto desde los atentados de católicos y protestantes en Irlanda del Norte a los años de plomo en Italia o la actuación de la banda Baader-Meinhoff en Alemania.
Con buen criterio, Avilés Farré precisa que "al afirmar que la Transición española fue pacífica lo que se pretende en realidad decir es que ni los gobiernos reformistas ni la oposición democrática recurrieron a la violencia, no que otros actores no la emplearan". No se puede, por tanto, culpar a la democratización de los asesinatos perpetrados por grupos que querían hacerla fracasar, a la vez que se mantiene un criterio muy distinto si hablamos de la primera mitad de los años treinta. Con toda la razón, Santiago de Pablo sostiene, si las cifras de muertos impiden hablar de una Transición impoluta, "menos aún se puede mitificar una Segunda República en la que, en poco más de cinco años, la violencia produjo 2.629 muertos". Desde esta perspectiva, el mito de la Transición sangrienta sería tan falso como el del proceso más o menos idílico.
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