Hemos quedado en el mítico Hotel Colón de Sevilla. Hoy es San Miguel y son las siete de la tarde. Ascender las empinadas escaleras de mármol ya supone una humillación. David Villarán luce una americana clara con tonos celestes y trae unas deportivas blancas. Yo me presento en vaqueros y con unas air jordan. Está claro que mi generación tiene un problema con el calzado. Me conduce a una sala lateral, estrecha como un vagón, con mobiliario y luz confusa. Villarán se aposta en el centro y espera mi reacción. Primero amilanamiento, después curiosidad. Estamos rodeados por ocho retratos de ocho matadores. Ocho rostros imponentes. En esta exposición Villarán se ha convertido en un intruso en una reunión extraordinaria de capi dei capi. Un solo gesto inoportuno puede devenir en profanación. El toreo es cosa grave. Los ocho machos respiran hondo y aprietan las mandíbulas dentro de los marcos. Aún tienen las manos limpias, pero sus miradas ya se asoman al abismo. Villarán con su objetivo ha accedido a un momento clave. Son ocho pasos solo lo que separan a los toreros de los bramidos. Villarán, en ese justo instante último, escruta la mirada del torero buscando los ojos de la bestia. Esta exposición es un cruce de miradas donde el animal totémico nunca aparece. El toro es el silencio sobrecogido que impone el ausente.
Aquí todos entienden que el riesgo es lo que distingue a los hombres. No son mejores ni peores, pero sí más valientes, más suicidas. Quien no está herido por el arte vivirá más años. Taurómaco es un salto de la barrera.
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