Desde el campo de la filosofía, y también desde el de la creación literaria, se fantasea con una idea que me resulta particularmente sugestiva: el concepto de la imaginación moral o la imaginación como un instrumento moral. McCollough sostiene que la capacidad de empatizar con otros abre la puerta a posibilidades creativas para la acción ética. Johnson —otro filósofo y también en los noventa― escribió que la imaginación se aplica a determinar a través del discernimiento lo que es moralmente más relevante en cada situación de la vida. Para entender empáticamente cómo entienden la realidad los otros hay que imaginar, mudarse a otro lugar, habitar el otro aunque sea solo por un instante. Esto no es fácil, y menos en 2024, cuando parece que todo nos cuesta más. Imaginar, también.
Y es que son demasiadas las cosas que cambiarían en este mundo si fuésemos capaces de imaginar: imaginar las consecuencias, imaginar los sentimientos que no son propios, imaginar la impotencia de los que sufren nuestras acciones, imaginar la espera sin un final muy claro. La incapacidad de experimentar empatía es un rasgo psicopático frecuente. Los psicópatas no están facultados para colocarse en el lugar del otro y de ahí el daño impúdico y gratuito al que someten a sus víctimas. Y pensando en impudicia, ella ha vuelto a mi cabeza. Por más que quiera sacarla de ahí se aferra al imaginario con tempestuosidad recurrente. La jodía es todo un pensamiento intrusivo: esas ideas que, de repente, se cuelan en nuestra mente sin ser invitadas. Así es ella.
Creo que ella es así porque es incapaz de imaginar. Fantasea, sí, pero solo construyendo el relato demencial con el que acaudillar el mundo, su mundo. Ella no puede colocarse en el lugar de otro ser, ni mucho menos de 7.291. Ella no es capaz de comprender la rabia que sienten los que pagamos impuestos, los que no delinquimos, los que no nos enriquecemos a costa de nuestros compañeros de alcoba, los que no sacamos tajada del sufrimiento ajeno, los que no insultamos, los que ―de vez en cuando al menos― decimos la verdad. Ella parece que no siente, que no padece, que no imagina.
No es capaz de comprender por qué disfrutar de los lujos obtenidos por un defraudador confeso no es moral. No es capaz de atisbar por qué eso choca con administrar la recaudación de impuestos a siete millones de personas. No es capaz de imaginar un mundo en el que sus padres, su hermano y su novio no pongan el cazo mientras ella manda. No es capaz de imaginar lo que falla en el relato, lo que chirría en el argumentario.
El calificativo ‘moral’ también puede hacer referencia a la presumible consecuencia ética o moral de eso que es imaginado: una mejor comprensión moral de la situación, una deliberación moral más atinada o más sensible. Pero ella no lo sabe, ni siquiera se lo imagina. Cuando la moral no existe, cuando solo es imaginaria pero no imaginada, no podemos pretender que se actúe conforme a ella. Ahí la moral es ficción, un discurso mal leído y preñado de insultos. Un impúdico y sangrante golpe de pecho sin intención de verdad.