Mañana cumplirá diecisiete años. Apenas diecisiete. Es hijo de un hombre marroquí y de una mujer ecuatoguineana. Nació en Esplugas de Llobregat, al poco de llegar sus padres a España. Se crio en Rocafonda, un barrio de esos que la progresía llama “obreros” a mayor gloria eufemística de los arrabales pobres. Como aquellos de los que tantos y tantas provenimos. De su infancia en Mataró probablemente recuerde casi todo, pues han pasado dos días, como quien dice. Entre sus instantáneas más nítidas están las patadas a un balón, los entrenamientos en La Masía culé, la vida en Barcelona, el debut en las categorías inferiores del Barça, los instantes iniciales en Primera División, el tanto que abrió su cuenta goleadora con el primer equipo blaugrana. Y la selección española. Ha sido el más joven en todo. Si gana el domingo la Eurocopa también será el más joven en eso. Es feliz. En su camiseta pone Lamine Yamal.
Ibra Ndiaye también tiene dieciséis años. Pasó ocho días navegando en patera desde las costas de África hasta llegar a Canarias. En el camino tuvo mucho miedo, hambre y sed. Durante ocho días y ocho noches. Lo más duro no fue el sol, el oleaje o el pánico, sino que su amigo muriera delante de sus ojos durante la travesía. Aunque un día volverá a sonreír, no creo que nadie consiga recuperarse de eso. Su destino fue un centro de acogida masificado, sin apenas limpieza, ni sábanas, ni unos baños decentes. El estado tendrá que tutelarlo hasta la mayoría de edad, como debe hacer por imperativo legal con todos los menores no acompañados que llegan a territorio español. Su caso puede ser estudiado para una repatriación individual, pero, mientras tanto, Ibra vivirá en Lanzarote a la espera de una oportunidad. O simplemente a la espera.
Lamine Yamal Nasraoui Ebana, el dorsal número diecinueve de la selección española de fútbol, lloró tras confirmarse el pase de su equipo a la gran final de este domingo. Lloró como un auténtico deportista, lloró como un niño. Lloró sobre el césped y sus lágrimas eran idénticas a las que Ibra Ndiaye derramó sobre el mar. Las razones eran distintas.
Dentro de dos días, Lamine Yamal puede ser encumbrado como el nuevo ídolo de la masa futbolera de este país, es decir, como nuevo ídolo patrio. Para ello no importarán sus facciones, su nombre o el color de su piel. Tampoco la procedencia de sus padres. Solo será cuestión de fútbol, de pasión, de aquello que es lo único que «el tipo no puede cambiar», parafraseando al genial Pablo Sandoval en El secreto de sus ojos. Y cuanto más férrea se anude el tipo a la muñeca, este domingo la pulsera con los colores de la bandera española más se coreará a Lamine y a Nico Williams. Por españoles y mucho españoles. Ibra, por el momento, no tendrá tanta suerte. Él no recibirá los aplausos de una turba enfervorecida. Para muchos de ellos, él solo será un moro mena delincuente que viene a robar y a agredir. Uno de los que justifica que el partido de Abascal rompa filas con los peperos en los gobiernos autonómicos. Parece que la bandera no los acoge a todos por igual, ni los cuida ni los respeta. Debe ser cosa de pasiones, pero algo más bajas. De moros y árabes, como toda la vida. De asco y de indecencia.