Cuatro semanas de lluvia y el peso del gris sobre los hombros. Se aprietan los dientes y se sigue, claro, qué remedio. Las musas no se van. Han estado protegiéndonos de las tormentas y han mantenido controladas las inundaciones del corazón. Y ahora, con el terreno bien nutrido se abre la poesía como una flor. Ávidos de primavera nos proponemos no asomarnos a las noticias del mundo, quizás para cuidar del mundo mejor. ¿Dónde nos vamos? A Jimena.
Dicen que está lejos de todo, que es un tesoro escondido, ajeno al bullicio de la cercana Costa del Sol, distinto de las orillas surferas o destinos gastronómicos habituales. Es fascinante atravesar el pueblo, sus calles blanquísimas cuajadas de flores, y en el aire, si se aprende a mirar, a ver y a percibir, la melancolía en el recuerdo de los poemas de Leopoldo de Luis, su amada jimenata María Gómez. Sale al paso la historia y el dolor de los represaliados. Evocación de la poesía de la herida de Miguel Hernández. Belleza incluso en las cicatrices.

Aparcamos en una empinada calle cerca de la entrada a la senda que lleva a los Miradores de El Risco. Nosotros de la mano. Y tres perros felices que nos adelantan para disfrutar primero del paisaje. Caminamos. Y nos llevamos imágenes en las retinas para firmarlas, con marca de agua para que no se nos escapen de la memoria.
Nos vigilan buitres leonados. Ya deben reconocernos. Abajo, el río Hozgarganta lleva rabia en el agua y deshacemos el camino para llegar hasta él. Entramos por el Cao: aquí quisieron fabricar muchas bombas en tiempos de Carlos III, pero esta tierra sabia no quiere dolerle a nadie, ¿cuándo se han visto guerras en el paraíso?: al río no le dio la gana de llevar agua siempre, y el terreno no fue fértil ni regaló su materia prima a la muerte.

Sendero rocoso, vestigios romanos, árabes. Y el estruendo maravilloso del último río salvaje de Andalucía, vital afluente del Guadiaro. Al sol, en medio del camino, una rana de Pérez no se inmuta ante nosotros. Se deja tocar, acariciar. La devolvemos a su sitio. Playas secretas en las orillas nos invitan. ¡Y allí está! El cormorán se deja llevar por la corriente, alimentándose en las aguas. Es la primera vez que veo un ave del mar tierra adentro. Quizás nos siguiera en el camino y nos quiera indicar el regreso hacia la puesta de sol. Él va de vuelta. Hay que hacerle caso. Cien cabras, pizpiretas y ágiles. Exageramos, seguramente, pero nos sorprende un rebaño de simpatía pastoreado por un enorme mastín que nos vigila receloso y nos perdona amablemente la existencia a nosotros y a nuestros perros, que se alborotan con los cencerros.

Casi al término de nuestra ruta saludamos al cabrero. Anciano y fuerte como un roble, sin apenas dientes, que nos relata, preocupado, que le roban las cabras, y que en tiempos de Franco no pasaba. Una llamada a la Guardia Civil, y aparecían las cabras y los ladrones. Y que ahora a nadie le preocupa que haya desalmados que vendan los animales robados a cualquiera. Suspiramos, perplejos. Siempre encontramos en los caminos peculiares personajes que nos llenan de anécdotas que compartir en el momento de la comida. Y allá vamos a la Plaza de la Constitución de Jimena, a un lugar encantador: El Paseo.

Exquisito trato y alegría en las esquinas tanto en la terraza, al sol, divisando la Sierra, como en el interior de un local cuidado y original. La experiencia se nota en el sabor de los platos que son ya parte del inventario gastropoético y sentimental de servidora. Por eso los comparto con los lectores que quieran acercarse a esta atalaya perfecta desde la provincia al infinito.
Mini tajin de pollo, mini jabalí estofado y paté de la casa. Pan horneado, en su punto justo. Y de gloria esa bendita mezcla de especias árabes para sazonar la carne. Las pasas, las naranjas, el aroma, los brazos abiertos dispuestos para la curiosidad.
Una copa de Sol de Naranjas. Y aquí me traes, sobre todo, para probar el flan de chirimoya.
Nos advierten de que está caliente aún, cuajándose, recién hecho, con chirimoyas confitadas que guardan para todo el año. Con dos cucharitas, por favor. Pero no queremos engañar a nadie, y cae el segundo, a dos también. Otro acto de amor. Otro poema para el paladar. Y es que son los días irrepetibles, no vuelven, por eso se han de llenar de sustancia.
Volvemos a casa, otra vez frustrados porque creemos que no es posible transmitir tanta belleza inmensa, el universo inabarcable de lo diminuto, en apenas unas palabras. Pero claro que sí: para eso sirve la poesía.