Dentro de poco tendrán lugar las ferias del libro de Huelva y Sevilla. La feria del libro es un lugar de encuentro maravilloso, y permite que mucha gente se acerque a los libros y compre algo que no tenía pensado. Las ferias del libro tiene algo de desfile, de sacar a las librerías a la calle a modo de reclamo, un hola, estamos aquí, compra, que hay libreros que quieren llegar a fin de mes y editores ansiosos por pillarse una excedencia.
Esto está muy bien, sin duda. Pero la realidad es que todo el mundo sabe dónde están las librerías. Quien quiere leer el último libro recomendado por Kiko Matamoros, regalar alguna novela de crímenes morbosos a su madre o leer algo de Sanderson para que tu amigo friki se calle de una vez, sabe qué tiene que hacer: ir a una librería. Y, de nuevo, esto está magnífico. Pero ¿y qué pasa con las bibliotecas? Muchos lectores se quejan del dinero que se dejan en libros, y muchos otros de lo carísimos que son los libros de poesía. Pero amigo mío, ¿sabe usted que existe un lugar donde los libros no cuestan nada y donde tiene a su disposición no solo los mejores clásicos de todos los géneros, sino lo ultimísimo que se ha publicado?
Nos quejamos mucho de que hay pocos lectores, pero todavía hay menos gente que acude a las bibliotecas. Me recuerda un poco a lo que sucede con la poesía en este país. Y es que ha sucedido justamente por lo mismo: porque no se ha sabido transmitir durante la enseñanza obligatoria la verdadera importancia de las bibliotecas. No se ha logrado que sea un elemento familiar, cotidiano, para todo lector. Y por eso, en definitiva, no hay cultura de biblioteca en este país. El único esfuerzo en este sentido es el que todos conocemos y hemos vivido. Ese momento en el que el maestro o maestra de turno anuncia una visita a la biblioteca. Y todos salen juntos. Los niños, ilusionados, sonrientes, porque al fin los sacan de ese antro infame llamado colegio. Y los maestros, igual. Acto seguido, después de un caminito la mar de alegre, entran en la biblioteca y tras el blablablá de cortesía, comienzan los alumnos, uno por uno, a recibir un carnet con su nombre (así lo recuerdo yo, al menos), un carnet que les dará acceso a la vastísima colección que alberga ese extraño lugar lleno de señores y señoras con gafas. Ahí empieza la relación niño-biblioteca. Este será el primer paso. Y también el último.
A partir de ahí, los niños volverán a la biblioteca para estudiar alguna asignatura de la ESO o Bachillerato, y jamás volverán a sacar de la cartera aquel carnet que con tanta ilusión guardaron en algún punto neblinoso de su infancia. En el futuro esos estudiantes –los que sean lectores, por supuesto– cuando quieran leer, acudirán a la librería de confianza y se harán con el libro que deseen. Y tendrán conversaciones con amigos: “Llevo una de dinero en libros este mes… Tengo que parar ya”. Y dejarán de comprar libros para no gastar tanto; mientras la biblioteca se queda ahí, muerta de risa. Los libros como los juguetes de Toy Story cuando Andy se hace mayor. Y repito: hablamos de lectores a los que no se les pasa por la cabeza ir a la biblioteca. Y no van porque no tienen el hábito, porque todo comenzó y terminó con un carnet de biblioteca en las manos. Ante la falta de hábito, quizá de manera inconsciente se interpongan prejuicios estúpidos.
Quizá muchos piensen que eso de coger libros prestados es una cosa indigna –menuda tontería si es así–, que la manera legítima en nuestra sacrosanta sociedad capitalista de poder utilizar algo es comprarlo. Pero es que todo es compatible: ir a la librería a comprar ese libro que nos gusta o simplemente aquel que no tiene la biblioteca; aunque, en ese caso, existe la opción de las desideratas, donde podemos solicitar a la biblioteca la compra de un libro… Pero venga, va, si quieres comprar el libro ya y no esperar a que la biblioteca procese tu solicitud, lo compre, venga el libro, etc. Vale, pues estupendo, ahí están entonces las librerías; pero para todo lo demás, ahí tenemos nuestras bibliotecas. Es una conquista de la democracia que permite el acceso a lo más grande que el ser humano ha sabido concebir en forma de palabras. Honremos ese triunfo de la democracia o, por lo menos, hagámoslo por ese pobre carnet que nos dieron con 6 o 7 años. Hagámoslo por ese niño ilusionado que sostenía aquella tarjetita, entonces reluciente, prometiéndose utilizarla. Rebelémonos contra los que alejaron a ese niño de esa santa costumbre de tomar prestado un libro, esa puerta a un mundo nuevo —un mundo del que salimos mejores, renovados, más sabios—, para después devolverlo y dejar esa puerta abierta para que otros hagan lo mismo.