Aunque servidora nació en Cádiz y vivió los quince primeros años de su vida entre la Segunda Aguada y la Granja San Ildefonso, es en la Real Villa, más allá del Puente Carranza, donde he echado raíces y soy feliz. Sí, aquí mismo desde donde escribo. Aquí mismo, muy cerquita de todos los lugares, centro geográfico de la Bahía, y bastante maltratado. Y no tienen la culpa, como siempre, los dirigentes. No tuvo la culpa Barroso, ni Maribel, ni Antonio, ni ahora la tiene Elena. Culpa, no. Responsabilidad, toda. Claro.
Pero me parece destructivo, inútil y facilón descargar la ira contra el gobernante, o el político de turno, conste que aunque los nombrados se equivocan mucho, como todo el mundo, aunque sean respetados amigos, da igual el color. Los considero personas valientes o temerarias, no sé, por haber elegido ser diana de los dardos más chungos, más que para ser acariciados por la gloria. Por norma general, los que los lanzan y más despotrican suelen ser los más inmóviles, displicentes y sin espíritu.
A muchos les diría: hazlo tú, a ver cómo te sale, a ver si no te corrompes, a ver hasta dónde llegas. Pero insisto en que lo cómodo es tirar por tierra el hogar propio, aunque no haya posibilidad ninguna de abandonarlo. Absurdo sería que quien quiera vender su casa lamente en público, sin mover un dedo, que su propiedad tiene goteras, humedades, una plaga de cucarachas cada verano y olor a bajante cuando cambia el viento, a lo mejor problemas grandes sin solución barata ni inmediata, pero empeora si además amontona la basura en la cocina. Nadie le hincaría el diente a esa casa ni regalada, ¿verdad? Lo mismo ocurre con las ciudades, con los pueblos.
Y permítanme la tontería de compartirles mi creencia de que los lugares tienen alma y sufren serios golpes en la estima propia cuando son sus propios habitantes los que pregonan sus defectos, sus errores, sus calles intransitables, sus desperfectos y sus ratas.También me duele muchísimo cuando oigo a personas que jamás lo han conocido a fondo, ni su gastronomía, ni su paisaje, y ni siquiera saben moverse por sus rincones, llamar despectivamente Muerto Real al lugar donde yo vivo, y vive mi familia y amigos, y en el que quiero quedarme. Siento una enorme impotencia, y envidia callada cuando soy testigo de las alabanzas en que se deshacen los que son de otros lugares que no son mejores que mi pueblo, quizás mejor gestionados o con un público menos hostil.
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