Hoy es el día internacional del pangolín. Se celebra el tercer sábado de cada mes de febrero. Un mamífero en vías de extinción, una víctima de la caza furtiva ilegal. Este animalito se enrolla sobre sí mismo cuando teme por su vida, es tímido y curioso, se aísla en su madriguera y sale de ella al atardecer. De larga lengua y amante de las hormigas que habitan los profundos hormigueros de Asia y África, se protege de sus enemigos con su brillante coraza de escamas. En 2020 fue conocido internacionalmente como el origen del coronavirus. Desde entonces, lo tenemos fichado.
Las imágenes del pasado se desvanecen como las de un sueño recién despertados. Recuerdo haber disfrutado encerrada en casa esos meses de incertidumbre y de temor. Por la mañana me conectaba para las clases virtuales, escribía a diario y veía series y películas.
La vuelta a las aulas me produjo pavor y temblor. Supervivencia y resistencia, pensaba mientras iba a mi trabajo con la vacuna aún sin poner y con las aulas repletas de chicas y de chicos con las mascarillas flácidas de puro sobreúso. Pero ya nadie habla de ello. Un manto de silencio, un “tomemos las calles” por si acaso otra pandemia nos vuelve a encerrar entre cuatro paredes, han sustituido las largas reflexiones existenciales que se hacían durante el confinamiento.
La vuelta a la normalidad ha supuesto una nueva forma de sociabilidad y de reparto del espacio y del tiempo. Las redes sociales se han convertido en el núcleo de las relaciones humanas, el medio de comunicación preferido, la hipervigilancia a la que, sin ser siempre conscientes, nos somete el sistema en el que vivimos. El teléfono móvil es el espía que no te ama. Te escucha, te recuerda, te lleva a las páginas a las que el algoritmo, dicen, sabe mandarte por tus búsquedas y preferencias. Todo está registrado en los X y Metas. Vivir fuera del sistema ya no consiste en coger una mochila, a tu perro e irte por el mundo. En el momento en que no renuncias a un móvil, estás pillado. Tal vez puedas recogerte en tu piso y dedicarte a leer y a ver la televisión, escuchar la radio y hablar con el vecindario o con las amistades cara a cara. Pero el móvil sigue reposando en la mesita de noche o en la mesa baja del salón por si acaso hay que pedir ayuda y salir por patas de la cueva.
Cuando miro las fotografías de ese animalito que todos conocen como oso hormiguero, tan vulnerable y extraño, me pregunto cómo es posible que alguien quiera comérselo si además es tan parecido al animal humano. Como él, nos enroscamos en nosotros mismos cuando nos sentimos atacados. Sus escamas son nuestras lenguas sibilinas, cortantes como el acero con las palabras con las que nos herimos unos a otros. Por puro miedo, nos encerramos en nuestras ideas. Aceptamos imposiciones mercantiles y nos hacemos a la moda en la creencia de que todos nuestros actos descansan en la libertad de pensamiento y de obra. Como el pangolín, salimos al atardecer en busca de alimento pero también por pura curiosidad. Sea a la vía pública, sea al metaverso de Elon Musk, es decir, a la caverna donde todos los habitantes están encadenados por el cuello y los pies desde que nacen. Hasta que a uno o a una le dé por soltarse y salir a la verdadera realidad. Al mundo. El de verdad.