Nuestro mundo es cada vez más complejo. Pero nuestras aptitudes y actitudes no evolucionan al mismo ritmo. Es lógico: cada innovación implica un periodo de adaptación, y el mundo camina tan rápido —a saber hacia dónde— que cuesta seguirlo. En particular, la manera en que nos informamos ha cambiado drásticamente en un relativamente corto periodo de tiempo, y lo va a seguir haciendo. Pero ni nuestra actitud hacia la información que recibimos ni nuestra formación para interpretarla ha cambiado suficientemente. Incluso cabe dudar de si lo ha hecho a peor.
Hay que partir de que el río revuelto de la información actual trae consigo a pescadores hábiles —no necesariamente inteligentes— que saben sacar partido a la situación. Y entonces la mentira y la manipulación tienen muchos artífices y abogados. Por supuesto, hay también muchos responsables entre el público de a pie, personas que difunden mensajes a sabiendas de que son falsos. Pero me resisto a pensar que son la mayoría pese al hooliganismo generalizado de estos días. Desde mi punto de vista, más bien existe un problema de excesiva credulidad.
Todos hemos visto en las películas a aquellos señores a bordo de un carromato vendiendo productos curalotodo —los llamados medicamentos de patente—, ante la absoluta credulidad de sus espectadores. Cuando muchos años después llega el boom de la era dorada de la publicidad, el público es al principio también muy crédulo. Pero hoy, a base de entrenamiento —o sea, de palos— y de educación, somos cada vez más escépticos y críticos con los mensajes publicitarios, mucho más de lo que nosotros mismos creemos. ¿Entonces por qué nos creemos la primera idiotez publicada por cualquier individuo anónimo en una red social? Como decía, hay muchas personas que no creen, sino que quieren creer, y difunden mensajes que saben que son o pueden ser falsos pero coinciden con sus puntos de vista. Pero también hay muchas personas de cuya buena fe se abusa. Yo mismo he caído más de una vez, y raro es quien no lo haya hecho.
En el colegio nos forman en muchas materias que son, sin duda, muy importantes. Pero nadie nos forma en otras competencias también muy relevantes en pleno siglo XXI. Una es, por ejemplo, la creatividad, necesaria en una ingente cantidad de perfiles profesionales. Y otra es la interpretación de mensajes provenientes de medios digitales. Porque esto no ha hecho más que empezar.
No estamos preparados para mantener una actitud crítica ante la información, para evaluar la credibilidad de las fuentes, para cotejar unas con otras, etc. Y esto es algo que deberíamos saber hacer desde hace mucho tiempo. Porque ahora los mensajes y las fuentes de información se multiplican brutalmente en el ámbito digital. Y porque esos mensajes que recibimos por WhatsApp o leemos por Twitter son solo una versión rudimentaria de lo que está por llegar.
En particular, no sabemos la avalancha que se nos viene encima con los deepfakes. Un deepfake es, simplificando, un vídeo falso aparentemente protagonizado por una persona real. Ahora mismo solo hemos visto pequeños ejemplos, la mayoría inofensivos, como la aparición de una Carrie Fisher joven en una película de Star Wars de 2016 o la superposición del rostro de Donald Trump sobre el del presentador Jimmy Fallon. Pero veremos cada vez más, entre otras razones porque son sencillos de llevar a cabo.
Lo cierto es que el resultado de buen deepfake pasa totalmente por real para la inmensísima mayoría del público. Y, claro, si estamos dispuestos a creernos sin rechistar un texto pixelado y repleto de faltas de ortografía enviado vía WhatsApp, ¿cómo no nos vamos a creer un vídeo vergonzante donde contemplamos con nuestros propios ojos a un político diciendo o haciendo a saber qué barbaridad? En efecto, esto que hoy resulta fascinante por novedoso nos acerca peligrosamente a la distopía, con supuestos vídeos pornográficos de estrellas de Hollywood, discursos falsos de políticos, etc. Las posibilidades para la difamación son inmensas, y no pensando en futuribles, sino en el presente más inmediato. Y no estamos preparados para ello, y es urgente que lo estemos.
No hay tecnología que pueda frenar totalmente la difusión de bulos, fake news, deep fakes, etc. a través de las redes sociales. El único filtro posible es la educación y concienciación de la población para que sea tan escéptica y crítica como lo es, por ejemplo, con la publicidad. Porque aún nos cuesta ver el enorme riesgo al que se enfrentan nuestras sociedades y democracias actuales, pero sus dimensiones nunca han sido vistas.
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