Para trabajar en las cosas de la Justicia no creo que sea conveniente disponer de un sentimiento de justicia especialmente elevado. De hecho, los días de leyes y juicios son implacables con el carácter idealista. Uno jura los estatutos con la ilusión de llegar a ser un Cicerón, o un Atticus Finch, y cada año se parece más al abogado de los Simpson. La mayoría sobrevivimos algo desubicados con un pie en la claridad urbana y otro en el subsuelo. Es suficiente para ejercer, creo yo, mostrar cierto sentido institucional o, quizás sea mejor decir, un compromiso cívico. Más específicamente Josep Pla lo llamaba juridicidad o “creencia de que la tarea de llenar papel sellado es una labor importante, casi sagrada”. Ese entusiasmo que desliza Pla es irónico. No pocas veces, se tiene la sensación de que la tarea se rige por una Providencia legal sin participación individual alguna.
A Josep Pla, un tipo amable e individualista, conspirador en sus ratos libres, un tipo inteligente que se bebía el sinsentido de la vida, es decir, uno con madera de buen abogado, reconoció no tener hechuras para la toga, en el preámbulo de Madrid, 1921. Un dietario (1928). La colgó pronto, dice, por falta de facundia, don de gentes, sentido de continuidad y de justicia. Sólo la última resulta más creíble pues Pla era un conversador nato y, según los 47 volúmenes de su obra completa, anhelaba –y ha logrado– continuidad. Por eso, en este volver a empezar constantemente procedimientos de la abogacía parece que no iba a encontrar consuelo. Y por último, tampoco la filantropía sobresale en su carácter. Más bien se muestra como un tipo pudoroso, un observador agudo, lejos pues de la disponibilidad de un asistente de los problemas legales del vecino.
El escritor ampurdanés no era un Mefistófeles. Hay en él una idea de justicia muy de finales del siglo XIX, típica de hijo de propietarios, contrario a todo desorden e intromisión pública. Vivir bien y dejar hacer. Pasear y hablar con la gente. Lo que sucede es que le tocó el siglo XX, todo un exceso de justicia social. En cualquier caso, la abogacía tiene sus dones, entre ellos, la corrosión de los estereotipos y otras ideas vagas, así como una racionalidad polivalente más compleja que la razón científica.
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