Cuando llegó internet, muchos académicos comenzaron su celebración. Había llegado un medio de comunicación que iba a permitir una completa democratización, en la medida en que todo el mundo podría opinar con un altavoz propio, colaborar y ayudarse a escala global, compartir conocimiento y saber, etc. Este utopismo tecnológico tenía y tiene su parte de verdad. Pero, ay, también conocemos cada día su lado oscuro.
Efectivamente, Andy Warhol decía aquello de que, en el futuro, a todos nos corresponderían 15 minutos de fama, y lo cierto es que ese futuro está con nosotros desde hace años. Todos hablamos, todos participamos de algún modo en la conversación global, y nuestra opinión es potencialmente tan importante como la de cualquier experto o voz autorizada. Los expertos tradicionales son únicamente una voz más en un coro masivo y tremendamente polifónico.
Y eso, que cuenta con muchos aspectos positivos, tiene también demasiados de distopía. Porque si entramos cualquier día en Twitter y repasamos un poco las publicaciones, encontraremos a personas sin conocimiento médico alguno defendiendo supuestos efectos negativos de las vacunas, personas que viven a cientos de miles de kilómetros de Estados Unidos defendiendo que ha habido muchísimos votos fraudulentos sin tener la más mínima evidencia al respecto, personas que le discuten al director de una película lo que quiere decir tal o cual escena, y hasta personajes públicos intentando rebatir una ley básica de la aritmética.
En definitiva, se ha extendido un mantra bienintencionado que afirma que todas las opiniones valen lo mismo, que cada uno puede tener su propia opinión y todas tienen el mismo valor. Y esto, que es lógicamente válido para una preferencia política acorde a una ideología o para una predilección hacia los Beatles y los Stones acorde a un gusto musical, es terrorífico en aspectos de mayor complejidad.
Respecto al tema de las vacunas, por ejemplo, las encuestas dicen que más de la mitad de los españoles no quieren vacunarse de entrada, a expensas de observar los efectos en los demás. Todos los estudios de laboratorio y en animales, los ensayos clínicos con humanos, y las auditorías oficiales tienen menos peso que la percepción personal o la opinión de influencers antivacunas. Y, ojo, es lógico que no toda la población tenga conocimiento científico y muestre cierto grado de escepticismo. Lo que resulta chocante es que personas sin ese conocimiento científico adopten una actitud militante respecto a algo que desconocen, y que otras personas, a su vez, prefieran seguir a estas que a expertos con un conocimiento objetivo de la cuestión. Y así nos encontramos con un grave problema de salud pública en el horizonte, en el que podremos tener la solución a una situación terrible a escala global, pero una amplia parte de la población elegiría no adoptarla. Y no todos podemos saber de ensayos clínicos, pero sí podemos elegir a quién escuchar cuando se opina sobre ellos.
En definitiva, está genial que todas las personas puedan opinar sobre cualquier tema, por supuesto; pero está en las manos de esas mismas personas que ello no se convierta en una distopía. Porque, pese al dicho y la canción, no todo depende de según cómo se mire. Porque hay verdades objetivas y absolutas, y el relativismo en todos los aspectos solo conduce a que imperen los todólogos, que intentan ser referentes en cualquier cuestión pero, en realidad, solo son expertos en aprovecharse de la buena fe de los demás. En nuestras manos está saber elegir a quiénes escuchamos para formarnos una opinión en aquellos temas que se nos escapan.
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