Esto del tiempo no se nota hasta que comparas, hasta que un antes se relaciona con un después. Mientras no lo hagas, parecerá que todo permanece como estaba. Es habitual, además, pedirle cuentas a ese después, puesto que se han modificado las cosas. Si se resiste a darlas, cabeceamos de fastidio y resolvemos entonces en copla manriqueña.
Los que solemos hacer poco caso del mundo lo pasamos muy mal cuando descubrimos que nuestros antes se han vuelto definitivamente pretéritos. Volver al mundo involucra incorporar nuevos significados, porque es ahí donde está el común de los mortales. Por eso me paso la vida buscando restos de inmortales, es decir, compañeros de ataúd, momias vivientes. Pero no, lo que me encuentro son individuos a medio hacer, hasta se les nota la babilla residual de aquellos ultracuerpos salidos de vainas gigantes, como en aquella vieja película de Don Siegel, con la que conseguí, padre nefasto, que mis hijos desarrollaran terrores nocturnos durante una buena temporada.
Como mi ideal de vida se parece mucho a un encamarse selenita, tardo mucho en darme cuenta de que encerrar se dice ahora confinar o de que machirulo ya no es, como dice el castellano de mi madre (macho pirolo, más bien, el de mi suegra), mujer hombruna, sino machista orgulloso de serlo, un poco como antes me costó darme cuenta de que, para estar a la altura de los tiempos, servio (o servocroata) tenía que empezar a escribirse con b en vez de con v (probablemente porque recordaba demasiado a servus) o de que la Selectividad se llamaba PEvAU, pues seleccionar suena mucho peor que acceder.
Lo que no deja de sorprenderme es la docilidad de los ultracuerpos, pues aceptan con total naturalidad esas mismas modificaciones que a mí tanto me desazonan (eso tiene que ser esa vulgaridad de estar al día y pensar el presente). En fin, deben de pensar que los significados son consecuencias directas de las cosas y que la posibilidad de la comunicación depende de un continuo reseteado de las palabras con significado. Quizá tengan razón.
De pequeño, tenía cierta tendencia a perderme de mis padres. Me apartaba de su vera cada poco. Descubrieron en seguida (“escribir junto es errar en seguida y a pesar”, decía una cantinela de mi padre) que solía irme a los lugares en que habíamos estado (una juguetería, un parque, un escaparate...), nunca a los que íbamos. Mis movimientos eran en general retrógrados y desde entonces el síndrome se ha acentuado, me temo. Quizá por eso todavía consulto de primeras la edición 21ª. del Diccionario de la Real Academia (donde todavía había ches y elles, es decir, todavía estábamos en 1992), porque solamente allí puedo encontrarme con definiciones como la siguiente relativa al ñu: “antílope propio del África del Sur, que parece un caballito con cabeza de toro”. ¡Qué delicadeza por parte del académico correspondiente! ¡Un inmortal! ¡Nada de mamíferos ni de rumiantes ni de artiodáctilos! Además, ¡qué inteligencia al evocar, traslapadamente, la taxonomía del ñu común o azul (Connochaetes taurinus)!
Pues nada, que no sirve querer, que no ha sobrevivido, que ya no me la encuentro así por ningún sitio. Alguno dirá que qué más da: que los ñúes siguen ahí pastando tan ricamente (¡cómo si yo fuera a ir alguna vez a Tanzania o Kenia!). Pero yo digo que no, que lo que tenemos ahora son mamíferos rumiantes africanos de la familia de los antílopes y lo que antes, caballitos con cabeza de toro. ¡Para el pobre antílope patihendido los ultracuerpos son más letales que los cocodrilos del río Mara!