En nuestro contexto global marcado por la incertidumbre y múltiples crisis, la necesidad de liderazgos políticos sólidos, estables y respetuosos del Estado de Derecho se vuelve más apremiante que nunca. El ascenso de figuras como Donald Trump a la presidencia de EE.UU. en 2016 evidenció un giro preocupante hacia el populismo autoritario; fenómeno que, como señala la periodista e historiadora Anne Applebaum en su obra El ocaso de la democracia: La seducción del autoritarismo, está erosionando gravemente las democracias occidentales con una fuerza renovada que amenaza las reglas de convivencia tal y como las conocemos; máxime ahora que un condenado Trump vuelve a ocupar la presidencia del que sigue siendo el país más poderoso del mundo.
Liderazgos como el de Trump, basados en la polarización, el mesianismo y el desprecio por las leyes, las instituciones, los valores democráticos y las personas a las que considera inferior, amenazan con agravar aún más los ya inquietantes desafíos del siglo XXI: los crecientes conflictos bélicos, la pobreza extrema, las crisis migratorias, la degradación ambiental y el cambio climático, así como la corrupción generalizada y la imparable influencia de las grandes corporaciones y los grupos de presión sobre los gobiernos y organismos internacionales y, cómo no, el desempleo estructural y los grandes retos y transformaciones sociales que traerá la cuarta revolución industrial que ha acelerado la inteligencia artificial.
Ante este panorama, es imperativo reivindicar los valores democráticos y –cómo decía Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos– tendría que asegurarse que los hombres con “dotes para las bajas intrigas y las pequeñas artes de la popularidad” nunca lleguen a los máximos órganos de poder.
¿Por qué el pueblo de EE.UU. ha revalidado el autoritarismo de Trump?
Pese a haber sido sometido a dos procesos políticos de destitución (impeachments), uno de ellos por incitar a la insurrección e intentar revertir los resultados de las elecciones de 2020, a haber sido condenado por falsificación de registros comerciales para encubrir un escándalo sexual, a acumular múltiples procesos judiciales aún pendientes y a actuar como activista furibundo del desprecio hacia las instituciones democráticas, la ley, la verdad, los medios de comunicación, las mujeres y las minorías, Donald Trump retorna hoy a la Casa Blanca, convertido en el 47º presidente de los EE.UU. y el primer presidente convicto.
La pregunta que se impone es ¿cómo se explica el despropósito de que –como señaló la editora jefa de Time, Nancy Gibbs– una parte significativa del electorado estadounidense haya revalidado para presidente de EE.UU. a un hombre que ha desafiado todos los controles, ha roto tantas reglas y, con su populismo extremo, ha derrotado dos veces a los dos partidos políticos hegemónicos?
Una de las razones clave que Applebaum identifica para el auge del autoritarismo en los países occidentales es la desilusión generalizada con las democracias liberales y lo que representan. Y la nación estadounidense, no es la excepción. Actualmente, EE.UU. atraviesa una de las mayores polarizaciones de su historia reciente y muestra evidentes signos de decadencia económica, política y social.
Para muchos votantes, Trump encarna el éxito del llamado ‘sueño americano’, que es idealizado como un líder carismático, millonario, fuerte y decidido, al que le atribuyen idoneidad para dar con las soluciones rápidas y decisivas a los problemas complejos que afectan actualmente a los EE.UU. Sus votantes lo ven como un representante de la resistencia contra el establishment político, al que perciben como corrupto, desconectado de las necesidades del pueblo, alejado de la clase trabajadora y excesivamente permisivo con la inmigración ilegal, lo que lleva a esta población a minimizar, justificar o incluso ignorar los problemas legales de Trump y su ineptitud para liderar la que sigue siendo la primera potencia mundial.
Preferencia por un líder autoritario y convicto, antes que una mujer
Otro aspecto destacable del ascenso de Trump es la preferencia de una parte significativa del electorado estadounidense por un líder autoritario, incluso cuando enfrenta acusaciones penales, sobre una candidata mujer. Hillary Clinton y Kamala Harris, sus oponentes en las contiendas electorales de 2016 y 2024, respectivamente, enfrentaron una campaña marcada por el sexismo y la misoginia; pero también por la desconfianza del partido demócrata, que tampoco estuvo a la altura en ninguna de las dos ocasiones, dejando a sus lideresas expuestas al sexismo de su contendor, de su partido, de las instituciones y de una sociedad que se sigue resistiendo a ser gobernada por una mujer.
El caso de Harris también encarna la teoría del “acantilado de cristal”, la cual describe cómo las mujeres acceden a posiciones de liderazgo precisamente en contextos de crisis o alta vulnerabilidad institucional, momentos en los que las expectativas son desproporcionadas frente a los recursos y apoyo real que se les otorga. Harris fue llamada a liderar la candidatura a la presidencia cuando la demencia senil de Biden era más que notaria, después de haberla marginado durante su vicepresidencia, asignándole tareas de bajo impacto y poca visibilidad pública, que frenaron su avance profesional y sus posibilidades de tener agenda propia y ejercer liderazgo. Si bien, el fracaso en las urnas de Kamala Harris y del partido demócrata también se debe al castigo que le infligieron sus votantes, defraudados por la deriva que adoptó la administración Biden-Harris hacia los movimientos woke y queer, que tanto daño han causado a los derechos de las mujeres y los menores en EE.UU.
Liderazgos democráticos frente a la amenaza del populismo autoritario
En tiempos de incertidumbre y crisis global, la sociedad necesita liderazgos políticos sólidos, responsables y plenamente sometidos al Estado de Derecho. Sin embargo, la creciente inclinación hacia figuras populistas y autoritarias, que desprecian las normas democráticas, se erigen como salvadores, persiguen sus ambiciones desmedidas a cualquier costo y reclaman su espacio vital, representa un peligro inminente para la estabilidad y la paz mundial. La historia del siglo XX nos ha dejó claro que cuando el poder se concentra en líderes que actúan al margen de la ley, el resultado es siempre el mismo: violencia, caos y retrocesos sociales, de los que las mujeres siempre nos llevamos la peor parte.
Es fundamental comprender que la democracia, pese a sus imperfecciones, no sólo es el único sistema capaz de corregirse y fortalecerse desde dentro, sino también el único capaz de garantizar derechos a toda la población, limitar los abusos de poder, asegurar el cumplimiento de la ley y reconocer a todas las personas la aptitud para participar activamente de la vida política. Desconfiar de la democracia es desconocer su capacidad de asegurar estabilidad, adaptación y mejora. Alejarse de ella, en cambio, significa abrir la puerta a tiempos oscuros a los que nunca jamás debemos volver.