Oda a la música

Me pasa con todo en la vida: me da fuerte por algo durante un tiempo, y entonces decido dejarlo en barbecho para retomarlo más tarde con las ganas renovadas

Foto busto

Filólogo, autor de varios libros de poesía

Acantilados de Mazagón. FOTO: MAZAGÓN BEACH.
Acantilados de Mazagón. FOTO: MAZAGÓN BEACH.

Hace unos meses supe de la música de Samuraï. Un día estaba con Irene en su piso y puso una canción, “Adrenalina”, que me resultó magnética. Me fascinó. A partir de ahí comenzó un romance intenso con todas las canciones de la artista. Sin freno, Bonita, Tirando balas, Tiro al aire, o De charco en charco sonaron en mi Spotify en bucle semana tras semana; hasta que un día, por nada en especial, dejé de escucharla. Me pasa con todo en la vida: me da fuerte por algo durante un tiempo, y entonces decido dejarlo en barbecho para retomarlo más tarde con las ganas renovadas.

Hoy justo ha sido ese día. Y qué sorpresa me he llevado. He puesto De charco en charco, y de repente, como quien encuentra una caja en su trastero, la abre y encuentra un juguete que le alegró la infancia, me han asaltado recuerdos de aquellos días en los que descubría a esta cantante. Con De charco en charco, me he visto en el autobús de línea, con el cielo de Sevilla algo encapotado, yendo rumbo al piso de mi novia después de una semana entera sin verla. Con Tirando balas, me he visto en manga corta y bañador, en el coche de Irene, y rumbo a Mazagón para pasar el día en la playa. Con Entre tejados, en cambio, me he encontrado yendo a Correos con unas copias de la primera versión de Música para tigres, mi último libro de poemas, en la mano, con la ilusión de mandarlo a algún premio –y ganarlo–. Todos ellos recuerdos cotidianos que creía perdidos y que he podido recuperar gracias a la música. Y no solo eso: gracias a Samuraï he recuperado mucho más.

Es difícil de definir, pero he conseguido sentir lo que sentía en aquellos momentos, aunque solo de manera intermitente: el olor de la playa, yendo en el coche, mientras coreábamos la canción, la luz del sol invadiendo con su calor todo el coche. Y con su luz. La lluvia fina que caía en Sevilla, y esa leve tristeza, tan agradable, que lleva aparejada. O el peso de la mochila sobre mis hombros cargando el portátil, recién salido de la academia… “La máquina del tiempo está en la música”, decía Rodrigo Olay en un poema. Y yo he vuelto a ser feliz en esos ratos del pasado y que se habían quedado prendidos en las notas de Samuraï. Desde aquí, desde las líneas de esta columna, mi brindis por la artista. Y por la música.

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