Dicen que se avecina la Tercera Guerra Mundial. No sé qué pasará finalmente, pero lo cierto es que los historiadores del futuro van a tener mucho trabajo por delante cuando tengan que abordar estos últimos años, los años de mi tardoadolescencia y juventud. Aburrirse, desde luego, no se van a aburrir… Y es que han pasado demasiadas cosas como para resumirlas todas en este artículo, pero me gustaría recordar algunas, las que más me han marcado a mí personalmente o las que, por cercanas, me vengan a la cabeza. Hay tanto que uno tiene que antologar.
Empezaré hablando de mi Vietnam o, mejor dicho, del de toda mi generación: la crisis de 2008. Una crisis que, si bien fue mundial, en España se sintió como en pocos lugares. Hay un cráter todavía, humeante, causado por aquel obús que no ha habido manera de tapar. Las manadas de opositores que vemos hoy día tienen aquí al culpable. La crisis de 2008 marcó la economía española y la vida de todos y cada uno de nosotros. Después de esto, podría hablar de atentados yihadistas que surgieron como extensión de aquel aciago 11-S o, más ominoso aún para nosotros, el 11-M. Hablo de aquellos que tuvieron lugar en Barcelona, pero también de otros como aquel de Londres, donde un español dio su vida para salvar a una mujer, o el de la Sala Bataclán, en París, entre tantos otros. Esta oleada de atentados nos llenaron a todos de inquietud, aunque diría que leve. El verdadero miedo a perder la vida ante un enemigo desconocido, en cambio, llegamos a sentirlo con verdadera intensidad un poco después. Con la pandemia de la covid. Tuvimos que encerrarnos durante meses que parecieron años en nuestras casas mientras nos alimentábamos de todo tipo de series de televisión y, sobre todo, de incertidumbre y mucho –en cantidades industriales– miedo. Teníamos miedo a morir; había un terrorista neblinoso que estaba dispuesto a aniquilarnos a todos. Y aprendimos a sentirnos como el hombre antiguo, aquel que vivió la peste o la gripe española.
Luego, cuando ya acabó el confinamiento y podíamos salir con mascarillas, hubo otro miedo que emergió y que veníamos masticando durante el encierro: el temor de que las consecuencias de un parón tan largo en la actividad económica nos abocase a otra crisis como la de 2008. Cuando el país se paró. Cuando se dispararon los desahucios. Y los problemas de salud mental. Y los suicidios. Cuando los abuelos se dejaban la pensión en ayudar a sus hijos. Y cuando los que no tenían abuelos, rebuscaban en la basura. Así, cuando todo volvía a normalidad, yo me preguntaba: ¿será esto un preludio de aquello?
Después, cuando parecía que el río de la historia iba al fin a amansarse durante un tiempo, estalló la guerra entre Rusia y Ucrania. Y la inflación, y el aceite, de la noche a la mañana, se convirtió en algo así como oro líquido. Y me salto cosas, pero podría seguir hablando del auge de ciertas ideologías herederas de otras altamente repugnantes, de la cultura de la cancelación (que sí, amigo mío, existe) y, por centrarnos en el caso español, del procès y del guerracivilismo sentimental que llevamos viviendo varios años, y de las decenas y centenares de españoles desencantados con nuestra clase política después de aquella decepción llamada Podemos.
Y, por último, estalló la guerra entre Israel y Palestina, con ataques que continúan a día de hoy y que parecen el caldo de cultivo perfecto para una Tercera Guerra Mundial. Hoy, de hecho, se anunciaba precisamente esto en Twitter: la venida del próximo conflicto armado mundial, con motivo del ataque de Irán con doscientos misiles a Tel Aviv y Jerusalén.
Y yo, que en mi adolescencia estudiaba Historia, comparaba lo que leía con el presente que me había tocado vivir y llegaba a una rápida conclusión: qué época más aburrida. Aquí no pasaba nada. Parecía que vivíamos en un valle dentro de la historia universal; nadábamos en la molicie de la abundancia y de la paz. Y, ay, cómo me gustaría haber tocado madera entonces… Cómo me gustaría imaginar, dentro de muchos años, a un profesor diciéndole a sus estudiantes de la asignatura Historia del S. XXI lo mismo que me decían a mí de la literatura del siglo XVIII: “Daremos este siglo porque hay que darlo, pero aquí no hay nada interesante de lo que hablar”. Un periodo que provocase el bostezo de los historiadores. Un bostezo tan grande como el tamaño de nuestra paz. De nuestra felicidad. Cómo me gustaría.
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