Lo que René Robert fue y alcanzará a seguir siendo lo conozco gracias a sus fotos. Hoy me pregunto —siempre nos asaltan las dudas existenciales cuando hay una desaparición— qué milagros hacía para esconder todo un arcoíris dentro de sus blancos cenizas y sus negruras de pozo dulce. Porque nadie —se comenta en el planeta—, logró verlo en el negativo de sus fotografías pero todos sentíamos que estaba allí, oculto en la quijá taciturna de Paco de Lucía, en la palma de la mano abierta de Chocolate, en las entrañas caleidoscópicas de Fernanda de Utrera.
En cambio, los reptiles nunca alcanzarán a ver. Ni lo intangible ni lo visible. Tampoco los que van por el mundo como animales. Éstos sólo fijan las pupilas de sus extraviados ojos cuando algo se mueve a escasos centímetros de sus narices. Si hay quietud y paz, pasan de largo.
Ayer, en una gélida calle de su amado París, René Robert murió. Era de mañana cuando la fatiga lo tumbó al suelo. Quién sabe si el mal del azúcar, una bajada de tensión, acaso un pensamiento. Lo que sé es que nadie, de miles y miles, hizo el ademán por ayudarle. París, la ciudad de la Luz.
Ya en el suelo, rendido por sus ochenta y cinco años de haluros de plata y fuego, derrotado por el frío, le resultó otra vida reincorporarse. No pudo. Qué fácil le hubiera sido a un ser humano tender una de sus manos. Ça va bien? Pero claro.., para los reptiles y bichos de las grandes ciudades, la solidaridad es una de las tareas imposibles. Serpiente, no me saques la lengua.
Ayer, no más lejos que ayer, después de estar luchando por su vida durante horas enteras en una avenida de su París, René se dejó ir herido de sombra. Dicen que la negra noche huyó de pena. Que la luna blanca lo hizo de vergüenza ajena. Negro sobre blanco.
Nadie sabe el día que volverá. Lo mismo ocurre con los arcoíris. Muchos pueden profetizar pero nadie puede asegurar cuando un arcoíris volverá a regalarnos su presencia. Tal vez, René se preste a regresar el día en el que decidamos mirar de frente y con el alma todo lo que ocurra aquí abajo, en las tripas de nuestro mismo cielo.
A René Robert.
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