Conseguimos aterrizar de milagro. De hecho, nuestro avión fue el único que logró hacerlo durante todo aquel fin de semana. La calima culpaba el periódico. El monte Gurugú, escondido entre las nubes bajas del Estrecho, es un gigante manco, hambriento y triste, con cara de niño. Al Gurugú, al Gurugú insinúa el tango de los andaluces.
Eso es culpa de Marruecos claman los peninsulares. No dejan espacio aéreo. Cuando Melilla, vista con ojos de gaviota, es un pequeño cuarto de estar, de paso y de permanecer sin puertas. Ocurre que la pista del aeropuerto debería alargarse dicen otros. Pero la verdad es que detrás de las concertinas y las leyes del alambre, no muy lejos de la propia terminal, se distinguen cientos de casas de un solo uso. Sólo se vive una vez. Son casas de otra tierra. Ojalá dejaran a los hombres y a las mujeres ser lo que vinieron a ser.
El taxista, uno hecho con cuatro sangres, nos llevó al alojamiento que teníamos. Hotel Rusadir. Melilla se llamaba Rusadir cuando la amaban los fenicios. Luego, los que detrás llegamos, fuimos borrando su alma. Letra a letra. No deberíamos tener acordados los nombres. Tendríamos que ser llamados como tuviéramos, cada mañana, nuestra alma. Así seríamos mejores cada día. A nadie le gusta que le llamen Odio.
En Melilla, el primer paso tiene ya un continente. Huele a mar de Alborán; sabe a cáscara seca de granada y a pan de pañuelo; se intuyen idiomas sin gramática como los que hablan los habitantes de la vecina Nador; por las calles de la pequeña Babel circulan decenas de vientos. Se mueve la tierra -4.8 escala Richter- porque se agita el alma.
Un té moruno sin azúcar, por favor. Hace años que no puedo tomarla. No, no podría vivir en esta ciudad. Aquí olvidan para poder seguir existiendo. Y me vuelven a traer la infusión con un dedo de oro blanco en el fondo del vaso. Sin azúcar, haz el favor. El camarero tiene tanta materia de lo que yo estoy hecho, que ni me escucha.
Detrás de mí brota el agua. Lo hace de grifos dorados de una fuente mora. Justo enfrente distingo, nuevamente, las siglas E.N en la fachada de una casa modernista. Enrique Nieto, el discípulo de Gaudí, trabajó sin descanso para los judíos. Mil casas modernistas se tienen contadas. Melilla, hogar de los sefardíes. Fueron éstos los que levantaron la colonia en los felices años veinte del siglo pasado. Cuando en esta centuria están siendo todos tristes.
La calle “donde me asiento” recuerda, en sus esquinas gastadas, a un alférez. “Hacerlos de papel blanco, muchachas si queréis novios, que los mocitos de ahora, se los llevan pá el moro”. Así cantaban las viejas. Tal vez, no fueron tan felices esos años. Ni tan tristes los nuestros.
Camino sin rumbo, pasan las horas, pero tengo la certeza de que en Melilla no dan ciencia ni razón a los destinos. Es ESTAR.., lo único que en la vida, a ti y a mí, nos debe de importar.
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