La puerta de la escuela está teñida del color malva de las jacarandas de su calle aunque algunos desconchones en su madera revelan un antiguo rojo perla. Éste, como tesoro pompeyano, se esconde del tiempo bajo una gruesa capa de pintura violeta y un anuncio de clases por internet.
Shumi.., ponme uno de los míos ruega la bailaora. El dueño del bar, un chino nacido en Madrid, le regala su característico gesto de haber escuchado: una ligerísima e inapreciable mueca en la boca. Qué serio es el gachó dicen los que no lo conocen pero a mí me resulta hasta simpático. Qué esperan de un chulo de chotis y paseo de la castellana.
María, ahora vengo. Voy a ponerle el tique al coche dice el de las palmas. El hombre de los fluorescentes, un gitano del barrio de Santiago, asoma a lo lejos con su ponemultas. Con él llegan el lotero y el polen de la calle Ancha. ¡El sesenta y nueve! Puede que no toque pero.., ¿y si toca? ¡No te va a dar coraje ni ná!
Yo, desde el balcón de la academia, observo y escucho. Percibo que la pandemia ha traído más pájaros a los árboles y estos gorriones, exentos de llevar mascarillas, cantan como si estuvieran viviendo su último día en la tierra. Ay, el carrito los muertos gorjean por seguiriyas.
Arroyo está a minutos de abrir pero quién sabe ya. Cambiamos tu máquina vieja por una nueva sigue siendo su lema pero no hay rastro de ellas. Sólo cacharrería de dudosa procedencia y dibujos firmados por pintores extranjeros que inventaron sus nombres extraños. En mi casa.., un mar rescatado por las manos de un tal Scherzel por veinte euros. Venga niños.., ahora subo yo comenta la bailaora para que empiece a desfilar la compañía. Suena el timbre y abro el portón.
Van apareciendo, esta vez en carne y hueso, todos los que en un papel satinado están clavados en el tablón de anuncios de la escuela. Memoria Viva. Festival de Jerez.
Pero algo parecido, al mismo tiempo, está ocurriendo sobre las lozas de la alameda de Hércules. Un cantaor de sesenta fuegos muerde una soleá de La Serneta mientras su guitarrista le llega por la calle Vulcano con su funda blanca de las buenas. Mi arma.., parece que llevas una muela colgando. Julio César sonríe la broma del faraón desde su columna. Piedra sobre piedra. Se presiente el espíritu de Manuel Torre en el golpe de aire caliente que dicen los cantaores sentir en la alameda cuando se canta con el pecho o se dice la verdad. Ladra el fantasma de un galgo a lo lejos.
En ese minuto, en Granada, un bailaor se descalza en el Albaicín sin rastro de Alhambras ni Darros. El paraíso para los turistas. El artista trabaja, junto a los suyos, en un cuarto sin ventanas con Juan Habichuela como testigo mudo. Veinte euros la hora paga el bailaor por el cuartichín. Él que lleva pagada media vida por un sueño entero. Fatiguillas dobles pasaría aquel, que tiene el agua en los labios y no la puede beber. Echado sobre las tejas del estudio se encuentra el cielo azul, el de la Porvera y el de la alameda, soñando mayo.
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