Mayo llega de golpe. La banda de música —acaban de dar las siete de la tarde en la morada de los vencejos— arranca el festejo con los sones del himno de España. Pero qué es esto, me escucho decir. El público, bien empapado en ginebra cola y colonia falsa, se pone en pie como en los funerales. Será que los países también mueren.
Mientras piden y rezan los fervientes por el país, Viva España gritan algunos murciélagos, Morante dibuja, con la punta de su zapatilla, una cruz en la arena. Quinientos kilos de carne inerte la borrarán minutos después. Los toros mueren, todos morimos. No hay secretos en las gradas desde que las empresas apiñan a sus públicos en tendidos para gente de otra época. Sabes que vengo por ti. El de detrás no para de clavarme sus rodillas en la espalda. Y sé que mi padre ya viene por mí, por estos ratitos nuestros.
Donde nosotros estamos, en el graderío de los soles, circula un pasodoble entre los resquicios que dejan los cuerpos. Qué lejos han quedado los pasodobles de antes. Gato Montes. Manolete. Los toros de ahora huyen de sus destinos bajo notas, de dudosa factoría, con derechos de autor. Música maestro, mientras el de la SGAE cuenta cabecitas desde la barrera.
Al segundo toro no le han dado ni tiempo de saber que eran sus últimas bocanadas de primavera y recuerdo. El torero sólo ha sido matador de toros. El arte, lo único que nos salva de ser animales, lo ha olvidado en el burladero. El viejo aficionado del siete ha gritado No me torees con la puntita. La recién llegada sólo sabe hacer selfies y dejarse notar. Tía, estoy en una corrida de toros. Flipa. La pija derrochando primaveras.
¿Y mamá? / Tú sabes, la pobrecita / No te enfades pero es hora de que vaya a una residencia porque… / Mientras yo tenga fuerzas no irá a ninguna. Mi padre conserva su olor. Huele a primera vez. Viva Perú y viva la madre que te parió, grita un espectador. Cuántas vidas caben bajo las suelas del torero peruano. Un día te llevaré a la Monumental de México. Tú sólo tienes que pedírmelo. Mi padre responde acariciando mi rodilla con su mano izquierda. La que usaba para hacerse con el palaustre y la machota. La que nos trajo la comida a casa. Y todavía hay quien le gustaría solamente levantar la mano derecha como impuso el dictador. Mi madre, en cambio, siempre nos cocinó con sus dos manos.
El torero va por el estoque. Murmura la plaza. Renuncio a la muerte. Al momento del volapié. Ojos que no ven, vida que no se pierde. La música es silenciada con un estallido grave del bombo. Silencio. El toro bufa. Nadie entiende lo que quiere decir. Más silencio. Hasta la bola, pronuncia el anciano que tengo enclaustrado entre mis piernas. El público despierta al unísono en un mismo grito de júbilo. El vencejo se para en el cielo sobre la herida abierta del animal. La mosca sobre la mano abierta del matador. El murciélago aprovecha para ir al despacho de bebidas. La plaza estalla. Otra, otra. Una mancha roja atraviesa el ruedo de sombra a sol. Las mulillas tienen que ser ciegas para poder tirar de tanta muerte.
Recuerdo cuando tu madre encendía la plaza. ¡Qué le gustaba hablá! Pá ella, tó el mundo era bueno. Una cigüeña pasa rozando las banderas. Si fuera un pajarillo, me gustaría sobrevolar girasoles y trigales. Nunca banderas que me anuncien donde dejaré clavadas mis alas. Banderas a media asta.
Seis toros, seis. Y el público abandona la plaza con la prisa de los urgentes crónicos. Las piedras de la plaza, lentamente, van reconquistando sus silencios. Mi padre iguala mis pasos cuando hace unos años yo seguía los suyos. Quedamos unos pocos en el circo. Toma, pá mi nieto / No papá.., no hace falta / ¿Sabes una cosa? El dinero sólo sirve pá dárselo a los que más quieres.
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