El tiempo, para los que ansiaban su llegada a Mont-de-Marsan, había dejado de correr. Yo, en cambio, todavía carne de universidad y siempre alma de descubridor extremeño, no sabía esperar a nadie. La Paquera, llanamente, se resumía en ser una hora y un lugar escritos a lápiz en mi agenda. Porque los ríos tampoco esperan.
El imprevisible cielo francés había estado haciendo de las suyas durante la semana: arrinconar al presente, lo único que verdaderamente se tiene, al azar y a la probabilidad. Si no llueve, luego te…
Así que sin mucho que viajar y rescatar del horizonte galo, los días anteriores a la llegada de La Paquera al festival, pasaron impregnados de briscas nocturnas con El Güito, cursillos por bulerías con Angelita Gómez y canard. Pato a todas horas. Canard encebollado, confitado, con arroz, a la plancha. Es como ese arte que se basa en decir lo mismo pero disfrazado con otras palabras.
Mañana la Paquera profetizaban los flamencos en la platea del teatro mientras Paco de Lucía se dejaba las tripas en el escenario menos gabacho de toda Europa, mientras se hablaba de las vidas arrancadas por Franco, mientras se cantaba por bulerías en la minúscula peña flamenca del pueblo. Mañana llega. Y ocurrió como sucede con todo aquello que se desea con toda el alma. Mañana llega La Paquera y La Paquera llegó.
Lo hizo dando gritos de alegría. Unos gritos que tuvieron que ser escuchados por los pescaos del atlántico. Viva Jeré exclamaba la cantaora cuando dentro de su furgoneta venía ese medio Jerez de la Frontera. El Chícharo, El Bo, Parrilla y una Macanita loca por llegar al hotel y quitarse de lo alto, por un rato, tanta flamencura. Porque la flamencura, la que no tiene freno, también cansa.
Viva Jeré y los que la estábamos esperando en la puerta del hotel nos pusimos a pegar botes como los parisinos tuvieron que hacer con los olvidados soldados españoles de la novena división de Leclerc que liberaron la capital del yugo nazi. Ese cuarenta y cinco arrancaba el mundo conocido. Pero estoy en los albores de este siglo XXI y esa Paquera llegando como una Borbón a Mont-Marsan con su séquito de compás. Viva Jeré gritó y hasta entonces lo conocido se me antojaba mudo. ¡Qué fuerza tenía!
La cantaora, con los pies dentro de la furgona y medio cuerpo puesto a secar bajo el sol, parecía uno de esos seres mitológicos que nunca se dejan descubrir en su totalidad. Realidad o ensoñación. Ole mi gente y los suyos fueron saliendo del vehículo, lentamente, con los pies todavía hechos al aire. Así pasó que El Chícharo, con todas las prisas andariegas, cerró de golpe la puerta de la furgoneta, llevándose por delante la mano de la gigante.
No podía ser cierto. La Paquera ni pudo echar pie a tierra y El Chícharo hecho un ovillo bajo la tunda de palos que le propinaba la cantaora con la mano buena. Me cago en tus…
Y nos la arrebataron por primera vez en nuestras vidas. Aparecer para desaparecer. Y nos quedamos de pie y el pueblo se hizo tan pequeño que nos obligó a reducirnos. Allí, empequeñecidos, estuvimos un buen rato mirando la calle por la que la sacaron. Qué podíamos hacer. Por no saber ni sé cómo volví a mi habitación. Lo haría como esas cigüeñas que siguen a otras.
Pero el día pasó a la noche y con la noche llegó la pólvora. Se abrió el telón y allí estaba La Paquera con su brazo escayolado, aún sin pintar, y un traje con más lunares que piedras los lechos de los tres ríos de Mont-Marsan.
Allí entendí que desapareció para aparecer y quedarse con nosotros para siempre.
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