Ocurrió hace cinco siglos en el norte de Europa, hace unas semanas en la alameda vieja y este viernes volverá a suceder en la pradera de Chapín.
Conforme llegaban los desconocidos a la alameda se saludaban como los milagrosamente encontrados en mitad de un desierto. Gracias por venir / Gracias a ti. Y los vencejos, absortos en sus vuelos, silbando sobre las tejas del templete en mitad de la tormenta malva de la jacaranda. En esos días debería estar obligado salir a volar.
Una mujer, embalsamada en telas del color de la arcilla, respiraba yoga mientras permanecía de pie frente a las murallas del alcázar, sobre los vestigios del foso desaparecido. No es la avispa lo que se intuía de fondo sino el rumor digital de unos cuencos tibetanos. González Byass y sus bodegas, a cincuenta metros sobre el nivel del mar, era el Tíbet jerezano. Sólo que olía a uva en vez de a incienso.
Malas lenguas no merecen besos se puede leer a los pies de una ruinosa farola. Allí donde orinan los perros y son animales las personas.
¿Me quito los zapatos? / Haz lo que quieras. Y la misma peregrina se descalzó para rescatar al sol de las grises losas marinas de la plaza. En los oídos de los presentes, porque de presentes se trata en el fondo, comenzó a fluir la bossa nova, el jazz y lo humano.
Un cartel sirve de ayuda a los curiosos: conéctate y baila. Y los conectados, impulsados por lo que escuchan, se lanzan a bailar como el pueblo de Estrasburgo hizo hace quinientos años en su plaza mayor. Muchos de ellos murieron de agotamiento pero aquí, por lo que mis ojos veían, se trataba de lo contrario, de sentir cómo corría la vida por las arterias y los músculos.
Un Ferrari de plástico duro rosa consigue ganar su carrera contra el tiempo. La madre del pequeño piloto lo celebró disfrazándose de triunfo. Un grupo de adolescentes recién llegados de la pobre África, a pocos metros del vencedor, miran aturdidos la escena porque todo para ellos es sorpresa. Las bicicletas de montaña sin montañas, los perros con dueños. La paz, para ellos, también es sorpresa.
Probé a engancharme de música. En ella no había rastro de la palabra. No había mensaje, ni órdenes y menos obligaciones. No había lugar a la oratoria barata. Sólo notas y compases que me impulsaban, tanto a mí como al resto, a tomar el aire de la calle como cantan los libres.