Helena, la mayor de mis herederos, es súper fan friki mega pro de My hero Academia, serie de animación (anime, hablemos con propiedad) cuya película se estrenó el viernes pasado, y allí que estuvimos. Ella sobre todo adora a Izuku, el protagonista de esta pandilla con un don que, como todos los héroes, luchan contra villanos para salvar a la humanidad de un abrupto fin. No voy a darles la chapa con el argumento ni con los ininteligibles nombres de los protagonistas.
Mis nociones de japonés sólo dan para saber qué surtido de sashimi pedir aunque juro que me pondré al día por lo vivido en el cine: gritos de entusiasmo incontenible, histeria colectiva que no vivía desde el estreno de Suéltate el pelo de los Hombres G, mucha emoción con pelucas bicolores y corbatas rojas. En fin, que me lo pasé en grande. Los jóvenes se reconocían entre ellos, y eso mola. Recordé a mis alumnos góticos en aquella época de la exaltación de la literatura vampírica y el auge de Crepúsculo.
Me gustaba acompañarlos y aún, siendo ya adultos licenciados y currantes, recuerdan cómo una profe muy loca era capaz de vibrar con ellos cuando los Cullen aparecían en la gran pantalla, y retornar a mis 16 años de golpe. Disimulaba, pero yo aprendí de ellos mucho más de lo que creían. Eran los más inquietos a nivel intelectual. Por experiencia docente puedo afirmarlo, y aunque también era moda, apuntaban hacia otro tipo de metas diferentes que distan mucho del perreo, y otras formas de vaciamiento mental, conste que nada tengo en contra del trap, del reguetón ni del look angango de Rosalía o Karol G (si admitiera mis fobias aquí no tendría dónde esconderme).
Sí, son mi debilidad por sistema los que van en contra de la corriente. Helena se declara otaku. Algunos de sus amigos también, y automáticamente me caen genial sus padres y me da por pensar que el pensamiento crítico está a salvo, que la humanidad tiene una esperanza y que puede ser que haya vida más allá de Rauw Alejandro (les confieso que he buscado a este tipo en Google y lo definen como “cantautor”, y no he sonreído nada) y Ozuna.
De momento servidora se va a convertir al frikismo japo también, pues me parece una forma estupenda de llegar a mi hija y su mundo en plena época de hartazgo y tristeza pandémica. Practicaré el cosplay a tope y conectaré con todo lo que creímos perdido por el camino. Un asidero más, como otro cualquiera, para tantas olas de tsunami atacándonos por los costados. No se asusten si me ven con peluca verde o en algún salón manga (¿en Cádiz pa cuando?). Simplemente estoy mimetizándome con la alegría, con lo más puro que encuentro sin salir de casa, entendiendo que a veces tenemos la salvación mucho más cerca de lo que creemos. A mí me salvan mis hijos. Y los otakus de mis entrañas.
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