Los gobernantes de Hamás son malos porque rompieron la tregua. El gobierno israelí es bueno porque ordenó un ataque aéreo en legítima defensa. Las polillas dicen palabras prudentes.
Los palestinos son malos porque respondieron con misiles y cohetes sobre suelo israelí.
Los israelíes son buenos porque bombardearon territorio palestino para que dejaran de atacarlos.
El niño jugaba en la calle con su bici, el adolescente con piedras.
Porque se esconden en casas, escuelas y hospitales, los dirigentes de Hamás son malos.
Y para encontrarlos, los dirigentes israelíes ordenan seguir bombardeando. Las polillas repiten palabras prudentes.
Porque se esconden los malos y los buenos no los encuentran, cruzan la frontera e invaden sus pueblos y ciudades.
El niño ya no juega porque le duele mucho la pierna vendada. El adolescente está sentado a su lado masticando su rabia.
Las polillas cifran y claman, qué malo el malo que no ceja en su actitud, ¿es bueno el bueno que no ceja en la suya? Qué malo el malo que no acepta acuerdos. Qué malo el bueno que no acepta pactos. Las polillas dicen, cifran, claman alrededor de su luminosa bombilla.
El niño no duerme porque le duele y tiene miedo, el adolescente porque le mira mientras traga su ira.
Encontré este texto en el ordenador hace unos días, no recordaba haberlo escrito. Miré la fecha del documento: sábado 10 de enero de 2009. Por esas fechas, la población de la Franja de Gaza sufría los bombardeos aéreos de Israel: la Operación Plomo Fundido. Sentí una tristeza inmensa, y rabia, también impotencia. Parece que nada cambia por muchas vueltas que dé el mundo. Ahora, abril de 2024, como mínimo hay 15.000 criaturas y adolescentes que ya ni jugarán ni sentirán rabia porque están muertos.
Entre ese pasado tan similar a este presente y el día de hoy han transcurrido quince años. Quince años en los que EEUU, Reino Unido y la Unión Europea, incluida España, han mantenido buenas relaciones políticas con Israel y magníficas relaciones armamentísticas y tecnológicas. Y estas polillas siguen con su palabrería, pero los palestinos no comen palabras ni beben letras, los discursos no interceptan misiles, no frenan incursiones terrestres. Todos, incluida España, mantienen el comercio de armas, material de seguridad y alta tecnología con Israel. Todos se enredan en su charlatanería y ninguno hace nada, nada real ni eficaz. Ninguno ha tenido el valor de hacer, al menos, lo que han hecho países sudamericanos, Sudáfrica, algunos países pequeños que nunca cuentan: tomar medidas diplomáticas, denunciar el genocidio ante la Corte Internacional de Justicia. Lo que demuestra las enormes ataduras occidentales que ni a eso se atreven.
Pero no todas las palabras son palabrería. No lo son las de los jóvenes alemanes a quienes se les prohíben lugares donde concentrarse y realizar actividades de apoyo a Palestina, a quienes la policía, a veces, solo les permite hablar en alemán o inglés, les prohíben hablar en otras lenguas en esos actos. No lo son las de los estudiantes de las universidades de Nueva York, Cambridge, Yale y otras más pidiendo el fin de la invasión israelí, en las que se ha detenido a más de un centenar de personas. No son palabrería las palabras de las personas que se manifiestan o concentran en numerosas ciudades españolas, que lo llevan haciendo desde hace meses, al igual que en Reino Unido. Y en muchos más lugares del mundo, aunque poco nos enteremos.
No es momento para sentir hastío porque el mundo no parezca cambiar por muchos años que transcurran. No es momento de dejar de ocuparse en intentar que este mundo sea más justo y pacífico. Cada uno como pueda, cada uno en la medida de sus posibilidades. Dicen de quienes somos pacifistas que somos unos ingenuos y unos idealistas ilusos. Yo sostengo que a día de hoy ser pacifista no es ni siquiera una opción, es una necesidad vital.
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