¿Quién no ha escuchado o leído alguna vez esa pregunta? ¿Cómo responderla? No parece ser tan común, en cambio, cuestionar la utilidad de la novela o el ensayo, del cine, de la pintura, de la escultura o de la música. ¿Qué diferencia hay en sus fines? ¿Pueden servir para algo diferente a la Vida, para ayudar a vivir mientras se existe?
La poiesis (ποίησις ), la creación, es un puente que une al hacedor con quien se enfrenta a la pieza. Además de una fantasía, un balazo crítico o una alabanza, la creación puede ser un diálogo de espejos, en el que quien recibe el mensaje llega a encontrarse a sí mismo en quien lo encierra en su obra, como si fuese una playa en la que no se distinguen los pasos que vienen de los que van. ¿No hay canciones que hablan de nosotros?, ¿no hay hojas que tienen su pulcritud tintada de fragmentos de nuestra vida?, ¿no cambiamos, nos convertimos en nuevos yos, después de la experiencia catárquica de ideas o puntos de vista en los que no habíamos reparado?
La poesía sirve porque está a nuestro servicio, al alcance de una página marcada o de un clic, ofreciéndose como flor abierta para regalarnos su aroma – ya es cuestión de tener una sensibilidad de narices (o no). La poesía vale, para el creador, para hurgarse los adentros y extirparse las dolencias, para desnudar la cobardía, para ordenar los cajones de sus ideas, para sangrar la luz con la que tanta belleza lo ciega.
La poesía vale, para quien se deja traspasar por ella, para saber que no sabías que sentías así, para identificarte en tus rarezas, naderías y asuntos transcendentales, para cohabitar el amor, la vida y la muerte.
La poesía es útil, aunque no sea rentable, porque tiene el valor de darnos símbolos sin tiempo, como la Ítaca que todos tenemos después de nuestras odiseas, las golondrinas que vuelven a los balcones de los olmos secos, el cambiante río que va a dar a la mar o el bosque oscuro en que nos encontramos conforme perdemos el camino (sea a mitad de la vida o no). La poesía es útil porque es sápida, porque hace la vida más sabrosa; porque es balsámica, porque es un leve alivio del dolor y la angustia;y porque es templada, porque nos frena ante la agitación mundana y sus ritmos frenéticos e impone la pausa del yo, de la consciencia y la conciencia, el escrutinio del caleidoscopio del alma.
La poesía es, para algunos como yo, una grande y honda parte del sentido que se le encuentra al sinsentido de la existencia, porque, como dice el verso de un mal poeta, “hay que estar loco para querer estar vivo”, sobre todo sabiendo que nos rondan la vejez y la muerte mientras nos acechan el miedo, el dolor y la angustia. Hay que estar loco para querer estar vivo, sí, pero hay que estar más loco para querer vivir sin maravillarse, sin dejar que la belleza y la emoción nos atraviesen, sin encontrarse a sí mismo para y a través de los otros.
La poesía cumple lo que para Borges era la tarea del arte, convertir los sentimientos en matemáticas, transformar en símbolos y música lo que nos ocurre, de modo que perdure en la memoria de los hombres.
¿Quién podría preguntarse por la validez de la poesía si la poesía es paladear la vida?, en todos sus sabores, desde los más dulces a los más amargos.