Quizás no haya habido en la Historia un asunto al que se le haya prestado tanta atención desde todos los puntos de vista posibles: la filosofía, la literatura, la psicología, las religiones… Y la verdad es que el esfuerzo ha resultado baldío. En realidad, no sabemos bien en qué consiste esto de la felicidad y no parece que haya acuerdo posible. Ya lo avisó Kant cuando afirmó que no es una idea sino una imagen y, por tanto, tiene tantos contenidos como personas que la tratan de imaginar. Infinitas.
Aristóteles decía que todos los seres tienden naturalmente al fin que le es propio. Y el hombre al suyo, es decir, a la felicidad. Este fin “que nos es propio” nos viene dado por nuestra naturaleza. Pues bien, si esto es así, sobran todos los reclamos y todos los exhortos monjiles para que procuremos la felicidad mañana, tarde y noche. Sencillamente no podemos no hacerlo por eso sobran todas las advertencias. Por supuesto que todo lo que hacemos lo hacemos para conseguirla. Otra cosa es que tengamos claro en qué consiste y, más aún, que no haya multitud de ocasiones en las que queriendo ser felices nos procuremos a nosotros mismos una gran infelicidad. Pero, según Aristóteles, es un problema del entendimiento, no de la voluntad.
Efectivamente podemos estar confundidos. Creer que son las riquezas o el prestigio social o la satisfacción de nuestro deseo…el camino más corto y más recto para llegar a ser felices. Y, es posible, que no lo sea. Pero si se diera el caso de que supiéramos con toda evidencia cuales son los caminos adecuados para llevar una “vida feliz”, entonces nuestra voluntad se dispondría a ello irremediablemente. Esta es la visión intelectualista de Aristóteles.
Viene este pensamiento al caso de los continuos requerimientos que nos bombardean cotidianamente en el sentido de no descuidar nuestra propia felicidad. “Procura tu felicidad antes que nada”, o, incluso, “no te olvides de ser feliz”, como si tan faltos de memoria estuviésemos. Cansa ya tanto consejo tonto y chocante.
La experiencia personal y biográfica de muchos es la de haberse empeñado en conseguir su propia felicidad y haber acertado poco. Delimitar este territorio no es fácil. Por eso, en muchas ocasiones, nos confundimos. Y creemos ver oro cuando es oropel. Generalmente, hacemos mejor una definición negativa que positiva: sabemos con mayor claridad en qué no consiste; y aún esto, después de numerosos ensayos de acierto y error. Por eso se entienden las grandes conversiones de los santos, Agustín de Hipona, Pablo de Tarso…y tantos otros que llevaron durante mucho tiempo una vida equivocada, como así lo confesaron posteriormente. Pero a santa Mónica no se le ocurría, que sepamos, que le dijese a Agustín: “Y, por cierto, hijo mío, no te olvides hoy de ser feliz”. Era santa pero no tonta.
¿Quiere usted ser feliz? Pues no se ocupe de ella. Hay actividades más eficaces para conseguirla si nos las permiten nuestro trabajo, nuestras obligaciones y nuestros pesares
Cuentan que Max Scheler, el creador de la filosofía de los valores, olvidaba los manuscritos de su Ética en los burdeles que frecuentaba. Lo que nos remite a la célebre sentencia latina, que yo creo tan ajustada a nuestra naturaleza -y que he traído a colación tantas veces- en oposición a la creencia aristotélica: “video meliora proboque deteriora sequor”, conozco lo que es mejor sin embargo sigo lo peor. Como si hubiese un divorcio ontológico entre nuestro entendimiento y nuestra voluntad. Toda la literatura psicológica sobre las adicciones corrobora esto anterior. El adicto no es que no vea las consecuencias de su adicción pero es incapaz de dirigir su vida en un sentido contrario. Y, en muchas ocasiones, la vive como un alivio momentáneo menos malo que el infierno terrible del que desearía salir. Desear no es lo mismo que querer.
Como la voluntad es infinita y el deseo indefinido (cualquier cosa puede ser objeto de mi deseo), tratando de colmarlos enciendo, paradójicamente, una llama inagotable. Schopenauer lo soluciona sujetando el deseo a regiones muy modestas, cosa que ya sabían los estoicos y, mucho antes, los budistas. No pedir peras del olmo, es decir, valorar las cosas en su justa medida sin esperar grandes recompensas es una actitud prudente porque el buen humor, la tranquilidad, la paciencia, la amistad y una cierta resignación vital, aunque son virtudes menores, son las más útiles para conseguir el contento propio, lejos de grandes toboganes emocionales.
Hay palabras que el tiempo las corrompe irremediablemente. Sabemos que “felicidad” es una de ellas. En este caso, se ha corrompido por exceso, por abuso, por el manoseo que no merece ninguna palabra y, mucho menos, las sagradas.
Vamos a pensar seriamente en la felicidad. Comencemos por no usar esta palabra tan escurridiza. Y, desde luego, no usarla en vano. ¿Quiere usted ser feliz? Pues no se ocupe de ella. Hay actividades más eficaces para conseguirla si nos las permiten nuestro trabajo, nuestras obligaciones y nuestros pesares: leer, vagar mirando, escuchar buena música, charlar con los amigos, hacer deporte, regar las macetas y disfrutar un buen vino. Si además necesitas tener una buena opinión de ti mismo, hazte voluntario de una ONG y así podrás creer que eres una buena persona, aunque para serlo no sea imprescindible y, probablemente, tampoco suficiente.
Si quiere ser realmente feliz, no se tenga tan en cuenta.
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