A propósito de la lectura del libro Aquellos días azules. Crónicas coquineras (1976-2000), de Pepe Mendoza, El Puerto de Santa María (1964).
Pensar que el paraíso está en el más allá, al final del espacio y del tiempo, es un gran error al que nos han arrastrado todos los predicadores de este mundo. Se empeñan todavía en vendernos una morada huérfana de sabores, de olores, de luces doradas y crepusculares. Pero esta morada es una mansión extraña, neutra, vacía, incolora… un paraíso insípido, sordo y mudo. Grande, grande, grande, enorme, eterno, infinito, sí, pero infinito, de no se sabe qué, de nada conocido. Imposible, por tanto, de re-conocer. ¡Claro que es un camino llegar a la morada última… Pero es un camino de regreso! No es un ascenso. En realidad, es un descenso.
Esto Pepe Mendoza lo sabe. Da la impresión de que lo supo desde siempre -no sabemos muy bien cómo- porque tuvo la suerte de recibir un don impagable: aprendió desde niño a mirar. Tiene esa extraña cualidad natural de enfocar la mirada allí donde está aconteciendo el misterio de la vida. No en grandes sucesos, ni en noticias superlativas, sino en aquellos recodos cotidianos en los que la vida te hace un guiño, una señal, una llamada para que no te pierdas por las ramas y sientas el pálpito de la sangre. El perfil humano que compartimos.
Aquellos días azules Crónicas coquineras (1976-2000) es un libro que hay que leer poniendo atención a lo que no está dicho, atendiendo más a lo que solo está insinuado. No conviene perderse en las ramas y en las hojas de esta arboleda perdida, hay que reparar en la ternura que revelan la galería de personajes que pueblan sus páginas (El Papi, El Pelajigo, el Gorri, el Baba…), en el aire tibio de sus casapuertas, en los olores de las chucherías, en el sabor de los juanillos recién hechos en la panadería del Tey, las pipas churruca y el asador de pollos del Nene… El sudor limpio de los juegos infantiles, la emoción de los descubrimientos adolescentes, de las canciones cantadas como un himno que nos invitaron a cruzar la siguiente puerta: la vida adulta, en donde los sueños y las risas comienzan a escurrirse entre los dedos.
Aquellos días azules son todos nuestros días azules, porque como bien dice nuestro autor, “lo verdaderamente universal, ya se sabe, sucede siempre en el pueblo de uno”. Claro. Lo sabemos desde la Eneida, pero nos obturamos en grandilocuentear cursilerías globalistas. Pepe Mendoza sabe que el quid de la cuestión es encontrar el universal concreto -como diría Hegel- ese gesto, ese desplante, ese regalo, ese compromiso honesto, ese perfil único e irrepetible que te muestra los entresijos de la condición humana universal, con sus luces y sus sombras, portadora de lo mejor y lo peor.
Y este perfil lo va enhebrando al hilo de series de televisión y canciones en blanco y negro -single o long play-, peleas de gallos y tarde de toros, el bar el Rempujo, el franciscano Ángel Angulo, los guateques bailando de lejos, las películas de Tarzán en los cines de verano, el ultramarinos La Giralda, el activismo de la Asociación Ecologista Guadalete, los regalices negros y rojos del carrillo de Adela, Marcial de la Fuente Estefanía, el penal del Puerto, las dunas de san Antón, las playas luminosas de El Puerto de Santa María -Valdelagrana incluida-, la beautiful people y los socialistas Armani, Joy Sherry, El Convento, oh Puerto, los pantalones de campana y el teléfono góndola al que un día tu padre le iba a arrancar el cable para controlar definitivamente la factura mensual… Anécdotas y noticias contadas con un bolígrafo bic irónico, pero compasivo, amable, simpático… Sin hacer sangre en nada aunque firme en todas sus convicciones. Escenas hilarantes como las del dialecto montealgaidés o las ínfulas colonizadoras de Pedro I el Cabeza, regidor de las tierras por detrás de la sierra san Cristóbal, hasta los acontecimientos nacionales que forman parte ya de nuestras entretelas: la Expo y la Olimpiada, Puerto Hurraco, el socialismo caviar, el tardo franquismo eterno, Los del Río, Luis Roldán, El Dioni, El Lute, Chiquito de la Calzada, Cardeñosa y Julio Salinas, Eurovisión, el Hola y el Diez Minutos, Rumasa, ETA, Rafael Alberti… y el fin del mundo del año 2000.
Aquellos días azules es un libro divertido, pero no superficial, escrito con agilidad y rico en palabras y expresiones muy coquineras: chufla, caricato, estar boquerón (por escaso), un puntazo… Pero no se dejen engatusar en la descripción de los detalles, de las zapatillas de marca, de los pantalones de campana, de las camisas de rayas verdes… Porque lo que está pintando Pepe Mendoza es el retrato de la curiosidad de un niño que se asombra en el mundo que le rodea. De cualquier niño. De todos los niños. Y en la conciencia de la pérdida irremediable del paraíso, porque “de adulto, las cosas cambiaron mucho”.
Una lectura muy refrescante para este verano portuense.
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