Quizás sea por la inclinación que siento por los adverbios (mucho menos por los adjetivos) la razón por la que le tengo aprecio al verbo estar. Al verbo “estar” le sienta muy bien su compañía: estoy…aquí, allí, cerca, lejos, arriba, abajo…triste, alegre, fuerte, débil… como si -por sí mismo- "estar" dijera poco.
Por esto tuvo siempre mala fama y poca entidad, nunca mejor dicho. Toda la tropa de predicadores, admonitores, espiritualistas aficionados….todos ellos y muchos otros elementos de elevadas cátedras, iglesias y ejércitos se han proclamado adoradores de la esencia, de la "sustancia" con mayúsculas y, en consecuencia de ello, despreciadores del vulgar "accidente", es decir, de la circunstancia. Ser, ser, ser, sustancia, ente, cosa, sí mismo inmutable…como un pálido reflejo de la divinidad. Si Dios es el que es y nos ha creado a su imagen y semejanza, entonces nosotros también somos lo que somos, aunque, claro, no en el mismo sentido. Porque esta humildad nos la enseñó Aristóteles: "El Ser se dice de muchas maneras". No es lo mismo ser necesario que ser contingente, claro. Pero, de cualquier manera que sea, el ser es.
Esta es la bandera de nuestra tradición esencialista en la que es difícil encontrar honrosas posiciones que no desmerezcan al "accidente". Pues bien, yo creo que ahondar en el ser, en el sí mismo, es una pérdida de tiempo que acabará encontrando un mero recipiente vacío, un pozo de nada. En realidad, ahondar en el sí mismo no es mirar hacia dentro -contrariamente a lo que creemos- sino salir hacia fuera. En definitiva, que el contenido del yo es pura forma, simple espera o concavidad, mero estado y circunstancia. Por eso, reivindico la potencia del verbo estar para la aplicación de la ética y su capacidad para indicarnos el norte moral.
¿Qué hace una madre cuando su hijo está enfermo? Estar. Simplemente está con él. O le toma de la mano, lo mira, le toca la frente. Sabe que esto no le va a curar pero sabe también que eso es lo que ella puede hacer. Como hizo María a los pies del madero. Estar. Por su parte, el hijo sabe que su madre no es el médico y que, por tanto, no le va a procurar la sanación, pero espera que esté junto a él.
En realidad, en la acepción en que yo lo uso aquí, estar es estar… disponible. Responder a la mirada del otro sin saber qué debo hacer o, incluso, si vale para algo mi ofrecimiento. Como si dijéramos… si por mi fuera, tu soledad cesaría en este momento, pero, quizás, no esté en mi mano conseguirlo. No importa. No se me pide la solución, se me exige sólo la disposición.
Estar donde hay que estar. Yo puedo no saber bien en qué consiste ser buen padre pero sí sé cuál es el lugar, la posición que me corresponde como padre para que cuando mi hijo me busque me encuentre y, quizás, le pueda servir de ayuda. No se trata de conseguir “ser el mejor padre”; se trata de estar dónde, cuándo y cómo están los padres. Donde se le espera. A veces, ofreciendo su mano; a veces, retirándola. Administrando los adverbios y adjetivos que acompañen al verbo estar, lejos de arengas y soflamas sustantivas. Es preferible encontrar a tu padre cuando lo necesitas que no encontrar nunca a un padre supuestamente excelente o aguantarlo siempre omnipresente. La perfección nos suele acarrear muchos problemas.
Esta voluntad de ser, esta vocación de persistencia nos deja exhaustos de humanidad y nos dificulta mucho la aceptación del final de nuestra existencia, es decir, de la muerte. La modestia del “estar” se acompasa mejor a nuestra existencia y a nuestra consistencia, a medio camino entre el ser y el no ser, entre la luz y la oscuridad, entre la seguridad y la absoluta y radical incertidumbre.