Alex Colville, 'Pareja en la playa'.
Alex Colville, 'Pareja en la playa'.

El verano -especialmente el mes de agosto- es un arma de doble filo. El tiempo de los contratiempos.

Esta exigencia de pasarlo bien, de saborearlo todo, de agotar hasta el último suspiro de la fiesta…puede llevarte a la extenuación. Los niños con sus gritos, sus cuadernos de verano sin estrenar y sus piscinas, tampoco ayudan. El ruido, el calor y las aglomeraciones anuncian un tormento lento, una especie de parrilla de san Lorenzo en todo lo suyo. Finalmente, el puyazo inmisericorde como pago de una docena de sardinas semi crudas, te arrinconan sin fuerzas junto al burladero de los partidos de fútbol, entregado a tu muerte anunciada, como la famosa Crónica, ante la mirada altanera de un camarero universitario con los pies reventados por seis euros la hora.

Para las parejas que arrastran un conflicto sordo y antiguo, el verano es una bomba de relojería. Tener tanto tiempo el uno para el otro o, mejor dicho, el uno junto al otro, es una condena en una celda en la que apenas puede respirar solo un presidiario. Cualquier cambio de planes, cualquier frustración eleva la tensión al nivel de guerra fría. La menor discusión enciende las alarmas de guerra nuclear. Y una inocente fiesta ibicenca, puede desencadenarla definitivamente, con razón. Los días transcurren lentos y pegajosos. Y las noches. Todo el tiempo en el que miramos la lejanía del mar o iniciamos la lectura de la enésima novela del Círculo de Lectores está ocupado en elegir la estocada liberadora. Con un ojo en el mar, otro en el libro y los dos en el móvil. Una nueva vida. Aire. Nueva ilusión. Pasión. Bien indisimulada con un rictus de hastío en la boca. Mientras se rumian las grandes frases vacías preludio del asedio final: Todos tenemos derecho a ser feliz. Estoy hecho un lío. Necesito tiempo. No quiero hacer daño…toda la letanía para preservar el último recoveco del amor propio.

Los amigos vienen convocados a pasarlo bien y —esto no se dice— a reducir la tensión; otra cosa es que lo consigan. Uno de los dos estará deseando que aparezcan; el otro que desaparezcan. En cualquier caso, habrá malos-entendidos. La fiesta será un desorden insoportable o una locura divertidísima. El verano disuelve los matices, los tonos. Todo será blanco o negro, barato o caro, alegría o hastío. Y los demonios antiguos reclamando lo suyo.

Probablemente no tenga nada que ver con esto anterior, el hecho de que sean los meses de julio y agosto los que marquen el nivel más elevado en la tasa de rupturas matrimoniales y de suicidios. Y sea una lamentable coincidencia. Cuando las cosas no van bien, tener mucho tiempo de dolce far niente no arregla nada, más bien lo empeora y casi siempre lo desencadena. Bueno, en realidad, el tiempo en sí mismo lo que hace es empeorar las cosas excepto el vino, como saben todos los viejos de este mundo.

No todo es así. Hay parejas en las que no hay conflicto, que realizan con ilusión un viaje a Tailandia, una barbacoa familiar o un alquiler quincenal en un lugar paradisíaco abarrotado de miarmas. Probablemente acaben agotados. Los selfies serán testigos en el álbum digital. Todo transcurrirá según lo previsto, incluida la procesión de la Virgen del Carmen y la levantera semanal. Diariamente, tus dos metros cuadrados completos de playa urbana. Color morenazo de capa de ozono, mojitos y mechas brasileñas. Las vueltas hasta encontrar la plaza de aparcamiento al llegar y las retenciones de tráfico al regresar. Te lo dije.

El verano es como una Navidad achicharrante y en traje de baño. Un sin vivir en chanclas, haciendo cola en el puesto de churros detrás de una choni sonámbula mascando chicle. Un tiempo amenazador por más que anuncien chutes de felicidad en los paquetes turísticos todo incluido. Qué más quisiéramos.

Dice Isak Dinesen, seudónimo de la danesa Karen Christentze Dinesen, famosa por su libro Memorias de África, que la cura es siempre agua salada: sudor, lágrimas o el mar. Busque un lugar solitario frente al mar y comience su cura lentamente. Nunca es tarde, aunque suele ser un riesgo añadido tomar decisiones drásticas en verano. El inicio del calendario emocional comienza en otoño.

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