Antón García Abril nació en Teruel en mayo de 1933. Desde pequeño heredó de su padre, músico de banda, el amor por la música. Aprendió solfeo con él. Pasó por los conservatorios de Valencia y Madrid antes de marchar al extranjero para completar su formación musical. A lo largo de su extensísima carrera —murió con ochenta y siete años, casi al pie de una partitura— compuso música orquestal, música de cámara, obras vocales y bandas sonoras para numerosas películas y series de televisión. De hecho, El hombre y la Tierra, Sor Citroën, Curro Jiménez, Anillos de oro, Segunda enseñanza, Brigada Central o Réquiem por Granada suenan a García Abril. Es imposible escapar de sus creaciones musicales en pantalla grande o pequeña, porque era infatigable. Y también muy bueno. Hace poco leí que tenía por costumbre componer una obra de piano al nacimiento de cada hijo y cada nieto, una especie de bienvenida musical al mundo. En 2021, la pandemia lo silenció para siempre.
Mikaela —con ‘k’, que vestía más para aquello del show business— nació en la trianera calle Castilla en junio de 1935. En aquella calle Castilla preñada de inquilinos ilustres: los Juan Belmonte, Gitanillo de Triana, Gracia de Triana o Matilde Coral. Su pasión por la música le venía también de familia: su madre era profesora de guitarra. Asistió a las academias de las míticas Adelita Domingo y Eloísa Albéniz, y debutó pronto en la compañía de El Príncipe Gitano y Dolores Vargas ‘La Terremoto’. El inolvidable Bobby Deglané la convenció de que la ‘k’ de kilo era lo mejor para su porvenir como figura. En América conoció a poetas exiliados como León Felipe o el Premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que incluso le escribiría un poema. Mikaela fascinaba a los autores y a ella le embelesaba la poesía. Quizás por eso, en 1968 funde sus dos pasiones en el disco “Mikaela canta poesías de Rafael Alberti”. La música de aquel trabajo la puso Antón García Abril.
En el disco, Antón compuso para doce poemas albertianos en la voz de Mikaela; entre ellos estaba uno de mis favoritos: la “Canción de los pescadores pobres de Cádiz”. «Cádiz nos vio desde Cádiz / Viviendo sobre las olas / ir pobres y volver pobres / ayer y ahora». Este poema cantado es como la propia mar: la verdad hecha espuma y sal ahogada en un grito. Toda una delicia. Es tanto lo que el arte y los músicos nos han dado que faltan placas y salas para honrarlos. Pensaba en ello estos días, cuando se ha consumado la terrible ocurrencia de rebautizar al Auditorio de Zaragoza como ‘Princesa Leonor’. Precisamente en las semanas en las que conocemos que su real abuelo pretende crear una fundación offshore para que sus hijas —pobrecicas ellas― no queden desamparadas en lo financiero tras su muerte. La procedencia del dinero esa sí que es más dudosa, pero eso es una nimiedad para los buenos monárquicos. Por si fuera poco, nos hallamos inmersos en la vorágine del tráfico de audios del emérito poniendo a parir a todo cristo ―el chiste se hace solo— con su amante, a la que se silenció con dinero público para que no se fuera de la lengua. Al buen monárquico, como la Alcaldesa de Zaragoza, tampoco le importa ese pequeño detalle. Tenor Fleta, Nacho del Río, Labordeta, Amaral, Pilar Lorengar, Pilar Bayona, Bunbury o Antón García Abril. Tantos y tantos nombres de músicos que podrían figurar en una placa que dejaría entonces de ser de la vergüenza. Y mientras tanto, aquí seguiremos nosotros, tragando sal y sintiendo que la ola nos engulle. Los pobres del mar de ayer y ahora, sintiendo vergüenza y gritando fuerte. Los parias sin música, pero padeciendo en los tímpanos y el alma la sonata del bufón.