La luz sonrosada y el aire fresco y primaveral de la aurora entró por la ventana. Martina con los ojos cerrados cogió la mano izquierda de Manolo. Notó el vacío del dedo índice amputado; el roce de sus piernas bajo la sábana. Al sentirlo sereno y aún fuerte a su lado, se hizo figuraciones de cosas pasadas. Tantos años unidos y mantenían el mismo respeto desde el día en que se conocieron, allá por los años sesenta del siglo pasado. Entonces, todos los días, ella le preparaba el desayuno y él, después, en su Seat 600, se marchaba hacia la obra en la ciudad. Ahora, en la cama, él, que ya estaba jubilado, jugaba a adivinar la dirección del viento.
Se levantaron y siguieron la rutina habitual. Ella puso el mantel, el café, las tostadas y el aceite de oliva; él daba de comer a los perros que vigilaban la casa donde vivían en el campo.
Durante el desayuno hablaron de sus hijos. En ellos habían puesto todo su empeño. Su hija Olilie, la mayor, había puesto una mercería en el pueblo con la ayuda de sus padres y estaba contenta; le pusieron ese nombre por un personaje de una novela de Jack London al que leía y admiraba su padre. Julián, su otro hijo, era fuerte y alegre, aunque no se orientaba demasiado bien en algunos trances de la vida. Estudiaba formación profesional de Construcción y Edificación, con la idea de seguir después Arquitectura.
Los habían educado en el esfuerzo porque sabían que la única manera de salir de la pobreza y llevar una vida digna era estudiando. Les pusieron clases particulares y colaboraron activamente con la Asociación de Padres del colegio. Como todos los padres habían soñado con el mejor futuro para sus hijos.
Cuando contrataron a Manolo por primera vez en la construcción, escondió su mano izquierda para que no vieran su dedo cercenado. Al principio dudó si podría hacer ese trabajo, pero llegó a ser encargado de obra, aunque soñaba con que era arquitecto.
Tenían una parcela a dos kilómetros de la casa a la que llamaban La Viña. Era un pequeño terreno de una hectárea sembrado de verduras y algunas cepas de uva. Y también una pequeña cabaña construida con materiales de desecho de las calerías.
Pusskas, que así llamaban sus amigos a Manolo, se despidió de Martina y se encaminó como todos los días hacia La Viña a las ocho de la mañana. En su caminata se fijaba en cómo crecían los cultivos de sus vecinos: si la tierra estaba bien desbrozada, si tenía agua suficiente. Era un hombre práctico y resuelto, firme y detallista.
Pasaba delante de su árbol favorito, un roble de gran envergadura. Cuando era algo más joven y paseaba con Martina se detenían bajo su sombra y algunas veces ella se escondía detrás para que él, jugando, la buscara.
Recordó a su maestro vasco, D. José Ignacio. Un hombre corpulento, de manos grandes, de una humanidad contagiosa, tierno y delicado, que contrastaba con aquel vetusto colegio de su barrio, miserable y marginal. El colegio se llamaba “XXV años de paz” en alusión a la supuesta concordia y al silencio impuesto por la dictadura del general Franco. Pusskas recordaba con placer las explicaciones apasionadas del maestro. En medio de aquel ambiente despreciable, animaba ilusionado a sus alumnos para que alcanzaran grandes metas humanas y profesionales. Pusskas que le hubiera gustado estudiar, tuvo que irse a la obra.
A lo lejos contempló su huerto primorosamente cuidado. Eran las ocho y media pasadas. Le esperaban sus amigos pensionistas: Medina, con sus habilidades de cocinero; Pepe “el camionero”, duro como el pedernal; y Chema, chistoso y agudo, con trazas de filósofo de barrio.
Metieron mano. Pepe, que había sido camionero, escardaba las malas hierbas; Chema, de oficio administrativo, regaba las zanahorias; y Pusskas y Medina, este último electricista, recolectaban las lechugas y los tomates. La Viña producía poco, pero el mosto que daba la uva era de gran calidad. A las once y media, con un calor asfixiante, dejaron la faena. A esa hora llegaba también Curro en su silla de ruedas.
Se encaminaron hacia la cabaña encalada de un blanco refulgente. Era de planta rectangular, siete metros de ancha por cuatro de profundidad. A la izquierda una pequeña cocina de butano y un fregadero. Una zona central de paso y a la derecha una mesa circular con algunas sillas en las que mantenían sus charlas de amigos. Enfrente de la puerta de entrada había otra habitación más pequeña donde guardaban las herramientas. En ella había también cuatro barriles: uno de mosto, y tres de fino, oloroso y amontillado.
No era lujosa. Las necesidades de vientre se satisfacían en el campo. La escasa ornamentación era un calendario de pared de la panadería “La Merced”, con los días de la semana y los números del mes en letras grandes, como escritas para miopes.
Allí se reunían los amigos que venían desde el pueblo todas las mañanas, excepto Pusskas que vivía en el campo. Algunos jueves acudían también dos amigos de Pusskas: Rafael, que había sido abogado laboralista, y Antonio, profesor de matemáticas de un instituto. Los conocía desde muy jóvenes, cuando participaban juntos en un sindicato obrero.
A veces uno, a veces otro, traían algunas viandas: un poquito de pescado para freír, unos filetitos de cerdo, unos muslitos de pollo, unas patatas o unas zanahorias para aliñarlas… No había un plan ni nada parecido, pero siempre, todos los días, había algo. Medina lo cocinaba. Nunca faltaba un par de platitos para compartir. Lo único que se abonaba religiosamente era el mosto o el vino. Tres o cuatro botellas de tres cuartos de litro que se sacaban del barril y que Pusskas cobraba a dos euros y medio cada una.
Mientras jugaban al dominó, contaban historias y hablaban del día a día, alrededor de la mesa. Medina llamaba a ¡Pusssss…kas! diciendo no dos eses, sino muchas, y Pusskas se sentía orgulloso y ennoblecido por esa deferencia fonética.
Un jueves que vinieron en el mismo coche Rafael, el abogado laboralista, y Antonio, el profesor de matemáticas, se apuntaron a una partida de dominó. Rafael ensalzaba la calidad del vino y la belleza del campo. Pusskas que lo tenía de compañero de partida miraba de soslayo su camisa blanca y sin arrugas. Chema, que estaba sentado en una segunda fila alrededor de la mesa, dijo: “Vaya, Rafael, ¡qué buen piquito te ha dado la abogacía! ¡Más que abogado pareces poeta!”.
Medina, en una pequeña mesa de al lado, colocó una fuente con unas rodajas de merluza frita y un plato con unas rebanadas de pan. Se fue al barril de mosto y chupando con una gomita llenó dos botellas que corrían por cuenta de Antonio y Curro.
Pusskas, al mirar las herramientas del cuarto interior, recordó que desde hacía casi treinta años, todas las mañanas, su hijo llevaba a la obra su capacha con una fiambrera de frijoles o carne guisada, un plátano y una lata de cerveza. Un poso de tristeza inundó su pecho.
Sus amigos comentaban lo rica que estaba la merluza. Chema, feliz, dijo: “La sabiduría consiste en esperar de la vida un poquito menos de lo necesario”. Pusskas ya no escuchaba. Se acordó de las manos de su hijo Julián encallecidas, que presionaban con la fuerza de un alicate. Le dio un vuelco el corazón.
Cuando ya se acercaba el final de la partida con ventaja para Pepe y Antonio, Pusskas golpeaba la mesa con las fichas. Las movía mecánicamente de arriba a abajo, de izquierda a derecha en una oscilación que se iba acelerando.
Terminó la partida. Con el rostro congestionado y los ojos turbios, se levantó encolerizado con los brazos extendidos hacia el cielo y el dedo índice de su mano derecha amenazador y tembloroso y gritó: “Estaba acabando el ciclo superior de Construcción y Edificación. Lo había animado para que se hiciera arquitecto. Me dijo que sí, que lo haría. Y a los pocos días de aquel verano vino y me dijo: “Mi novia está embarazada”. Consternado, le dije: “Por Dios, hijo, ¿qué has hecho? ¡Tu carrera se va a la mierda! ¡Tendrás que alimentar a tu hijo! ¿Sabéis qué me contestó? Tú hiciste lo mismo con mi madre”. Pusskas bajó la cabeza y escupió sobre la tierra.
Se produjo el silencio entre los amigos. Recogieron todo. Pusieron en la mesa las monedas del mosto, lo abrazaron y se despidieron.
De vuelta a casa, caminando, se acordó de cuando antes de jubilarse volvía de la obra sobre las seis y cuarto de la tarde. Se sentaba en el sofá y cerraba los ojos un cuarto de hora a duermevela. Se concentraba en su respiración percibiendo cómo su vientre y sus vértebras se expandían y contraían; las ocurrencias del día ya eran pasado y no fluían a su conciencia; en ese momento era un ser inerte ajeno al mundo. Se despertaba a los quince minutos.
Hoy, tan excitado, no podría desconectar esos minutos de reposo. Martina, en cuanto él llegó y le vio la cara, supo qué le pasaba.
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