En anteriores artículos vimos lo complicado que puede llegar a ser definir qué es el patrimonio (histórico). En esta ocasión queremos reflejar qué tan difícil puede ser no ya definirlo, sino defenderlo frente a la "modernidad". Si tuviéramos que definir las distintas situaciones en las que el patrimonio (a lo largo del artículo únicamente haremos referencia al patrimonio inmueble histórico, concretamente el arquitectónico urbanístico) tiene que enfrentarse a la pregunta de si es mejor conservarlo o sustituirlo, deberíamos aceptar que existen varios caminos a seguir:
Por un lado existe la opción de mantener, sin alterarlo lo más mínimo. Ésta sería la versión más purista. Frente a esta postura se encontraría la opción de arrasar con todo lo que huela a Historia y superponer a dicha arquitectura la moderna, la más actual y contemporánea. Como suele pasar, los caminos intermedios son también planteables: uno haría referencia a la posibilidad de combinar ambas arquitecturas en una especie de simbiosis en la que convivan sendos momentos históricos, ya sea por ejemplo manteniendo fachadas y reformando el interior o parcheando un edificio antiguo con habitáculos modernistas. Por último, quedaría la situación en la que a veces se respeta lo existente y sólo se restaura o reforma mínima, y en otras se destruye con tal de dar paso al avance arquitectónico del momento. Esta última opción es una combinación de las dos primeras propuestas, pero poniendo el foco en el hecho de que no siempre se siga por un camino extremo, sino que se reflexione previamente y se decida con criterio.
Dar por sentado una sola de estas opciones como la válida sería simplista y carente de sentido. No todo el patrimonio arquitectónico actual está a la misma altura. De igual forma, tampoco todas las propuestas contemporáneas lo están.
Bajando al nivel de los ejemplos, pocos creo que discutan que arquitectónicamente es más valiosa la casa Batlló, del número 43 del Paseo de Gràcia de Barcelona, diseñada por Antoni Gaudí, que la diseñada y construida previamente en el mismo lugar por su maestro, Emilio Sala Cortés en 1877. Tampoco creo que se dude sobre el beneficio para la ciudad de Jerez de la Frontera el no haber mantenido en el tiempo todas las construcciones medievales de una o dos plantas, sino haber permitido la aparición de los avances arquitectónicos de Le Corbusier, como la planta libre, permitiendo bloques de pisos modernos. Por otro lado, estarán conmigo de acuerdo en que el haber respetado, cuando ha sido posible, las murallas de la ciudad medieval ha supuesto un enriquecimiento patrimonial, visual, y en consecuencia, turístico, que añade valor al municipio. Esta combinación es la que nos permite tener hoy en día edificios como el mencionado Alcázar y el edificio del Gallo Azul, entre otros muchos ejemplos. Los extremos están aclarados: no querríamos un edificio moderno que arrasase con el Alcázar de Jerez, pero tampoco querríamos no poder edificar una estación ferroviaria por el mero hecho de que se encontraron algunas monedas, sillares y cerámicas. Los problemas, como suele ser habitual, aparecen cuando la línea se estrecha y hablamos de casuísticas intermedias en donde no queda claro quien tiene preferencia, si el patrimonio histórico, o el avance urbanístico.
¿Podríamos llegar a decir que el patrimonio está frenando el devenir del urbanismo? Desde mi punto de vista, la sensación es la que entabla el dicho popular: "para el que paga todo es mucho, y para el que cobra, todo es poco". Sin embargo, decir que se está frenando la nueva arquitectura por la existencia de una arquitectura antigua dice mucho y malo de esa nueva arquitectura que es incapaz de adaptarse a una realidad, la de las ciudades con Historia.
Con este artículo no pretendemos indicar la solución, pues son muchas y variadas, pero sí poner el foco en las distintas posibilidades y en el desarrollo argumentativo.
Para terminar, sólo un ejemplo más de cómo esta problemática no sólo se da en lo meramente arquitectónico y cómo además está presente en ciudades como la de Jerez. Me refiero al caso del adoquinado de las calles del centro histórico de Jerez, que para algunos se ha convertido en parte del patrimonio urbano de la ciudad, esencia inseparable de lo que significa el centro de Jerez. Para otros, aparentemente, no supone sino un elemento molesto tanto sonoro como a la hora de sobrepasarlo. Se podría intentar resolver la disputa a tenor de lo económico, en donde se barajasen los presupuestos del asfaltado y el adoquinado, sus precios de mantenimiento, la durabilidad, además de combinarlo con las consecuencias acústicas, visuales, etc. Pero a pesar de todos esos datos, quedaría en el aire la emoción que despierta, al igual que no es lo mismo una pared de sillares combinada con ladrillos antiguos frente a una pared recién recubierta de pintura plástica. ¿Cómo medir la belleza estética y poder compararla a nivel económico? ¿Pero acaso debemos permitir que un aspecto como este sea dirimido únicamente en lo que a economía se refiere?
No es comprensible que admiremos ciudades extranjeras por la conservación de sus edificios históricos, su empedrado, su vegetación, en definitiva, su esencia histórica, mientras boicoteamos nuestros valores identificativos. Necesitamos una reflexión interna que mire a largo plazo para evitar generar una arquitectura desequilibrada, sin referencias pasadas y sin objetivos futuros. En definitiva, el pasado arquitectónico puede ser perfectamente la guía hacia nuestra nueva arquitectura, como modelo a superar, pero no a destruir.