Toda acción que alcanza su consumación ha pasado, de forma más o menos atropellada, por tres fases: pensamiento, palabra y acto. Primero va el pensamiento, el deseo y la voluntad de actuar, luego la palabra, que es la escenificación, la fantasía y proyección del futuro acto, realizado en el mundo e involucrando a terceros. Un discurso, un insulto o un halago dirigidos a otros son actos de por sí, intervenciones en el mundo que alteran nuestra situación en él: lo que hemos denominado palabra es la sublimación, el fantasear y planear solitario, todo aquello que media e interviene entre el pensamiento original y la realización física del acto significativo, el cual puede ser tanto verbal como corporal.
Si no distinguimos estos tres niveles sencillos de la acción ─con esta terminología o cualquier otra ─ podemos tener dificultades para lidiar con ella, ya sea en nuestra propia vida o a la hora de asesorar a los demás. A uno que está preso en un arrebato de furia asesina es un error aconsejarle, como se suele hacer, que se tranquilice, que respire profundamente, que el motivo de su ira es insignificante, pues corremos el riesgo de frustrarle aún más: quizá sabe a la perfección que no tiene razones para enfurecerse tanto, incluso puede que sepa que nunca las hay, pero no es la razón lo que prima en este caso sino un corazón embravecido.
En tal circunstancia estaremos ofreciendo soluciones para alterar el pensamiento ante una palabra en ebullición, a punto de convertirse en acto. Nuestra asistencia debe ir orientada, no a remontar el acto en ciernes al pensamiento, sino hacerlo retroceder sólo un paso, hacia el origen de la palabra. Por ejemplo, intentando que en lugar de ir a agredir a la persona odiada se desquite en privado, con insultos y pataletas, o incluso agreda a una representación (un muñeco, una fotografía) del motivo de su furia. Así habremos evitado que la palabra se convierta en acto y se quede en el mundo representacional de la palabra, de los múltiples lenguajes de signos y símbolos que conoce el ser humano. No por ello dejará de odiar a su enemigo (el pensamiento no ha sido sanado), pero por lo menos no supondrá un peligro para él.
Pongamos por caso que experimento una pasión incontrolable hacia la pareja de mi mejor amigo. Si ese deseo me dispone, contra los designios de mi inteligencia, contra la amistad que nos une desde hace años, a traicionar a mi amigo, y si siento que no puedo controlarme en modo alguno, lo más que puedo hacer es fantasear al nivel de realismo al que mi deseo me presione, con la cantidad de accesorios que exija. Así el acto retornará al plano de la palabra (representación).
Pero incluso mi fantasía es susceptible de provocarme disgusto o sentimientos de culpa: en ese caso debo tratar de volverla menos y menos física, menos y menos realista, hasta que llegue un momento en el que, aunque la imagen de esa persona inflame mi pasión, no necesite participar de una elaborada fantasía para sentirme en paz. El tiempo pasado y mi proceso de contención progresiva, con suerte, me conducirán a un momento en el que ella ya sólo sea una imagen turbadora: habrá pasado al plano del pensamiento. Es entonces cuando puedo empezar a disiparla, evitarla, desintegrarla, racionalizarla o sustituirla por otra imagen para terminar con mi obsesión, operando al nivel del pensamiento.
Si hubiera intentado simplemente dejar de pensar en ella en la cumbre de mi pasión, es probable que sólo hubiera conseguido obsesionarme más (y pensar aún más en ella). Es ahora cuando puedo, debilitando su influencia sobre mí, aspirar a deshacerme de los últimos rastros de mi demencia amorosa.
Es sólo un ejemplo, pues todos sabemos de lo ondulante de los amores y de esas frustraciones latentes que duran toda la vida aunque no pensemos en ellas. Cada caso es muy complejo y debe ser abordado de forma singular, pero conviene saber qué clase de métodos conviene a cada estado emocional. Algunos terapeutas recomiendan formas de representación, dramatización y sublimación (operar sobre la palabra) para prácticamente cualquier problema que se les presente; de acuerdo con nuestra teoría, sin embargo, sólo convendrían en casos extremos en los que uno se sienta a punto de realizar actos cuya perspectiva le horroriza. Si se trata de fantasías, de ideas recurrentes, de pequeñas obsesiones y manías, se las debería intentar resolver antes en el plano del pensamiento, mediante técnicas de meditación, concienciación o reflexión. De lo contrario, el adagio es de sobras conocido: “pues realicé el ritual/acto de psicodrama/terapia primal y seguí igual de fastidiado”. La representación, por extrema y elaborada que fuera, no sanó nuestra mente.
Otros terapeutas, por el contrario, creen que la simple meditación, la interiorización de ideas, el autoanálisis o los ejercicios antiestrés son capaces de resolver los problemas más graves, pero todos sabemos, por experiencia y si somos un poco sinceros con nosotros mismos, que hay situaciones en las que simplemente no somos capaces de sentarnos a meditar o a reflexionar, y aun si lo hacemos no sirve de mucho, ni a todos los temperamentos por igual: ahí es donde se hace legítima la palabra, el juego simbólico y catártico.
Si presuponemos que el pensamiento es la fuente de toda actuación, entonces lo óptimo sería restringirse a métodos “mentales”, pero estos sólo pueden funcionar cuando las pasiones más intensas han sido paralizadas, desviadas o neutralizadas. Quizá por ello el supermercado de las terapias está repleto de remedios mágicos en forma de shock. Sin embargo, la sublimación no basta para resolver el problema, pues su propia existencia demuestra que la pulsión sigue ahí (y puede estallar en cualquier momento). Es verdad que hay casos en los que consolidar el progreso lo suficiente como para pasar a la terapia propiamente mental puede llevar muchos años, incluso no suceder nunca. Pero en el horizonte siempre debería existir la perspectiva de que el problema desaparezca del todo, que sea borrado finalmente; pensar de otro modo supone un gran pesimismo con respecto a la naturaleza humana, y dicho pesimismo, aun si fuera acertado, sólo nos conducirá a desanimarnos y tirar por la borda todo avance conseguido.
Muchos de los terapeutas que han propuesto técnicas sublimatorias, como la psicoanalítica, reconocen un problema prácticamente irresoluble en el ser humano (la pulsión, el complejo, el trauma genealógico o infantil...). Quizá se deba a que ellos, obcecados como estaban por sus propios descubrimientos en ese campo, se contentaron con trastocar comportamientos disfuncionales por lenguajes sublimados y metafóricos que a lo sumo los volvían inofensivos, curando mediante la palabra, y no siguieron trabajando en dirección a la raíz del pensamiento, que, aunque más difícil de curar, es posiblemente el proceso más gratificante y duradero.