Pensar con las tripas

La única salida que me parece razonable es reducir los espacios y los ámbitos de poder del sistema político y favorecer, en las relaciones humanas, la cooperación para atenuar la competitividad

El vientre, nuestro segundo cerebro.
El vientre, nuestro segundo cerebro. RTVE

Estuve tentado de titular este artículo Odio al presidente. Sin embargo, los que han seguido mis artículos habrán observado que no me atrae demasiado la política como luchas de poder. Por tanto, lo que me interesa es el enfoque antropológico, sociológico: ¿Por qué ese odio tan visceral al titular del poder? Asimismo, es una oportunidad para reflexionar sobre las relaciones de poder en la vida cotidiana.

No es mi estilo escribir del día a día. Pero, en la vida política de los últimos tiempos se han producido acontecimientos que han aumentado a mi modo de ver la crispación, la furia, la irritación y, como consecuencia, el malestar en la vida cotidiana de la población. A veces incluso sin demasiada justificación, pues las condiciones de vida generales de nuestro país no son desdeñables.

Del señor presidente se ha dicho: traidor, trilero, felón, ilegítimo, chantajeado, deslegitimado, mentiroso compulsivo, ridículo, adalid de la ruptura de España, irresponsable, incapaz, desleal, catástrofe, ególatra, chovinista, rehén, escarnio para España, incompetente, mediocre, okupa, sociópata, anticlerical, guerra-civilista… Quizá a estos críticos impulsivos y destemplados les han faltado algunas palabrotas más originales: cretino (estúpido, necio), cacaseno (hombre despreciable), fatuo (falto de entendimiento), mastuerzo (persona necia y zafia), ominoso (abominable o despreciable), pandemonio (enemigo arquetípico) y, por último, a más, a más… tal vez piculino (prostituto).

¿Por qué tanto sentimiento encarnizado y violento contra el presidente? Esta pregunta la he formulado en diversos foros para encontrar una respuesta razonable, humana. No la he encontrado. Sí, errores políticos, algunos de ellos bien criticados, los ha habido. Pero, ¿para tanta animadversión?

Cuando el presidente comenzó a presidir su gobierno me pareció un “maniquí del Corte Inglés”: joven, guapo, tan limpio, tan aseado y tan carente de alma como un maniquí mudo, fuera del mundo. Obviamente en algunos aspectos me equivoqué. Pero, la consideración de estos rasgos personales es un mero entretenimiento. Lo importante es considerar su gestión y sus servicios al pueblo.

Lo que me sorprende es que se argumente contra el señor presidente con tanta beligerancia. Para analizar las anteriores descalificaciones que se presentan como argumentos no tengo más remedio que acudir al concepto lógico de “falacia”.

Una falacia (del latín fallacia, engaño) es un argumento que parece válido, pero no lo es. Algunas falacias se utilizan intencionadamente para persuadir o manipular a los demás. Hay cientos de falacias, pero la que nos ocupa es la falacia “ad hominem”.

La falacia “ad hominem” consiste en rechazar los argumentos de una persona, no analizando los argumentos en sí, sino apelando a rasgos personales: atacando su nivel de estudios, su experiencia laboral, su carácter, su inteligencia, su integridad, …

La falacia “ad hominem” es una falacia “contra el hombre”. Este tipo de falacia se denomina a veces insulto o falacia de ataque personal. Se produce cuando alguien ataca a la persona en lugar de valorar sus argumentos. Tiene la siguiente estructura:

A (la persona) afirma B (el argumento);

Hay algo cuestionable o censurable (o que se pretende cuestionar o censurar) acerca de A;

Por tanto, B (su argumento) es cuestionable o censurable.

Se trata de desacreditar a la persona, de destruir su reputación, para invalidar su sistema argumentativo. Es una técnica retórica poderosa que se usa a menudo para convencer a quienes se mueven más por sentimientos que por razones lógicas.

Todo comenzó con los ataques a Pablo Iglesias que fueron aniquiladores, y han seguido por un odio visceral, de lo peor de las tripas, a Pedro Sánchez. Todo esto funciona con la ayuda de la mayoría de los medios de comunicación. No se analiza su gestión, es personal: por guapo, por suertudo, por chulo… Repito: he hecho un sondeo en diversos grupos de distintos ámbitos y no he podido descubrir por qué tanto odio, nadie me ha ofrecido una explicación suficiente.

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Fue Aristóteles el primero que se refirió al hombre como un “animal racional”. Bastante después, Blaise Pascal destacó la importancia de las emociones con su famoso: "El corazón tiene razones que la razón ignora". Por fin, Freud nos descubrió la importancia de los instintos en las actuaciones personales.

Dice el profesor de Anatomía de la Universidad de Columbia Michael Gershon que nuestro sistema digestivo es el segundo cerebro. En nuestro sistema digestivo está el sistema nervioso entérico, que contiene cien millones de neuronas, una milésima parte de las del cerebro. El corazón es otro órgano “pensante” con solo cuarenta mil neuronas. También afirma que el noventa por ciento de nuestra serotonina, el famoso neurotransmisor de la felicidad y del bienestar, se produce y se almacena en el intestino.

En la medicina tradicional china el vientre se considera el gran centro de energía y en las artes marciales japonesas es el centro vital del hombre. Es decir, fuerza, fuerza y más fuerza. Hasta aquí lo positivo.

Pero las personas somos mitad humanos y mitad microbios. Solo el intestino grueso alberga en torno a un billón (un millón de millones) de bacterias. Por tanto, lo microbiano nos es familiar. Nuestras bacterias deciden mucho de lo que pensamos. Algunas de nuestras razones no vienen de la conciencia sino del mondongo (estómago y tripas de un animal). O, aún, en una expresión más grosera, “pensamos con los testículos”.

El poderoso en cualquier ámbito controla el relato, el lenguaje; habla muy rápido, da igual si lo que dice es verdad o mentira. El poderoso es caprichoso: toma una decisión y su contraria, y ambas estarán justificadas. El poderoso es veleidoso: afirma una cosa y su contraria, y siempre lleva la razón. Te descoloca, no te permite reaccionar. No es un debate, no es un diálogo; tiene que haber un vencedor, un elefante que pisa a una hormiga.

Un debate, ¿debe ser un combate? Un diálogo, ¿debe ser un monólogo? Cuando se trata de odiar aborrece vehementemente, sin compasión, sin ninguna explicación. Es un exabrupto, un aspaviento incontrolado, un grito, un alarido, un desprecio. No cabe empatía ni razón, solo fobia, tirria, inquina, animadversión. El que desacredita, sea un político o una persona común, nunca manifiesta aprecio, solo menosprecio y desprecio.

El poderoso descubre las debilidades, los defectos, las contradicciones del oponente, para echándoselos en cara, destruirlo; con un lenguaje y unas actitudes públicas “barriobajeras”: aspavientos, gritos, insultos, ridiculizaciones, burlas, amenazas, menosprecio, desprecio; y se queda tan pancho, porque su único objetivo es quedar por encima, dejar claro quién tiene el poder. Aunque su alma se degrade, pierda la dignidad, se contamine de mierda.

Ahora resulta que nuestra interacción con los demás no la regula la razón ni los impulsos del corazón, sino una víscera mucho menos glamurosa, a la que ningún poeta ha dedicado ni una mísera línea. La única salida que me parece razonable es reducir los espacios y los ámbitos de poder del sistema político y favorecer, en las relaciones humanas, la cooperación para atenuar la competitividad.

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