En los países pobres están los peores ricos. Los más egoístas, los más prepotentes, los más inhumanos. En los países pobres he visto a los poderosos más deleznables. Siempre encuentras excepciones. Como Donald Trump, un rico odioso en un país rico. No sé cuál es la razón, pero es algo que observo con frecuencia. Y al revés ocurre con los pobres. No he visto pobres más desprendidos, más humildes, más humanos, que los pobres de los países pobres. Como si unos y otros, por un inexplicable movimiento centrífugo, extremaran sus conductas hacia los límites opuestos. Avariciosos, los primeros son incapaces de ponerse en el pellejo del otro y discuten hasta la extenuación por ahorrarse un céntimo. Generosos, los segundos reparten lo poco que tienen.
Para entender lo que escribo no hay que irse a los actuales países pobres. Basta con saber lo que ocurría en nuestros pueblos en la primera mitad del siglo pasado, cuando mandaban a la Guardia Civil a perseguir a los que rebuscaban garbanzos en las fincas diciendo que antes que los pobres tenían que comer sus cochinos. También he visto a una familia nómada de Marruecos ofrecerle al visitante la leche acabada de ordeñar de sus cuatro raquíticas cabras y el último puñado de frutos secos que le quedaba. En la mirada, en las palabras y en los gestos de muchas personas ricas de los países pobres he visto la soberbia extrema, la exigencia caprichosa y el desprecio por el pobre. Eso nunca lo he visto en las personas pobres.
Insisto en que no sé qué mecanismo mental hay detrás de esos comportamientos tan dispares y, hasta cierto punto, inexplicables. Me limito a contar lo que he visto. La primera vez que tomé conciencia de ello fue al observar el trato que los empresarios catalanes daban a los empleados y compararlo con el que daban los empresarios andaluces. Para empezar, allí casi siempre le hablaban de usted al trabajador, cosa impensable en Fuentes. No era un mero tratamiento formal. A una persona se le puede hablar de usted en un tono de absoluto desprecio. Era el tono respetuoso lo que llamó mi atención desde el primer momento. La menor distancia. Empresario y empleado no estaban en el mismo plano, por supuesto, pero el primero no se situaba siempre en un pedestal ni trataba de pisotear con el tono de voz el orgullo del obrero.
Desde entonces supe que hay ricos y ricos. Ricos ensoberbecidos y ricos con los pies en la tierra. Ricos capaces de empujar a sus empleados a mejorar su formación y ricos que los prefieren analfabetos porque así resaltan su superioridad. El confort de algunos ricos es más confortable si está rodeado de la incomodidad de otros. Ambos tipos de ricos pagan los menores salarios posibles, por supuesto, pero unos eluden la humillación de sus subordinados y otros la buscan. En aquellos años no era una diferencia menor la que había entre un territorio rico, Cataluña, y otro pobre, Andalucía.
Es como si los ricos de los países pobres necesitaran remarcar cada día no sólo la distancia económica que les separa de los pobres, sino también la categoría social, el abismo cultural y la frontera de la distinción, la dignidad. Ignoran que la dignidad del ser humano anda por caminos bien distintos de las riquezas materiales. La dignidad del pobre tenía infinitamente más valor que la del rico por la dificultad que encerraba en aquella España en blanco y negro. Después, conforme España salía de la pobreza generalizada fui dejando en el olvido aquella vieja observación. Hasta ahora, que vuelven a emerger las distancias económicas y, con ellas, la soberbia y el menosprecio hacia los pobres. El supremacismo trumpista y sus adláteres en Argentina, Brasil, Italia o España tiene bastante que ver con todo esto.
Casi en el olvido he tenido la prepotencia de algunos ricos, hasta que he frecuentado en África un país muy pobre. Y allí he vuelto a sufrir viendo el endiosamiento de los peores ricos. Gente que destaca sobre todo porque se mueve en mitad de la miseria general. No le importa, sino todo lo contrario. Disfruta de ella, la busca, la promueve. En un mundo donde 122 millones de personas pasan hambre, la opulencia de los ricos es un insulto a la humanidad, más aún cuando la exhiben en un territorio empobrecido y la utilizan para realzar la diferencia.
Lo anterior es una de las causas del subdesarrollo de muchos países, junto con el desastroso proceso de descolonización que tuvieron, la explotación de los recursos a manos de las antiguas metrópolis, los pésimos sistemas educativos y la endémica inestabilidad política. Los pudientes son los primeros interesados en perpetuar el atraso de sus países, el analfabetismo y la indolencia. El grado de soberbia de los poderosos, su inhumanidad, es directamente proporcional a la pobreza existente en el territorio que habitan.