Aunque la ficción es eso, ficción, en ocasiones puede ser especialmente útil para penetrar en el espíritu de una época. Lo comprobamos una vez más, por si hiciera falta, con las novelas que se inspiran en la huella del terrorismo en Perú, cuando la guerrilla de Sendero Luminoso planteó un serio desafío al Estado. Los traumas que dejó aquel tiempo de tinieblas se reflejan en obras como La hora azul, de Alonso Cueto, o Abril Rojo, de Santiago Rocagliolo, entre muchas otras. A esta lista de títulos se suma ahora La pólvora y los inocentes (Almuzara, 2024), el último libro de Carlos Dávalos, ganador del XL Premio Jaén de Novela, en el que este periodista traza con mano maestra un retrato desesperanzado de un país sumido el abismo de la violencia, donde la vida humana carece de valor. Lima, más que una capital, viene a ser una jungla de asfalto, un hormiguero humano descomunal en el que todos pugnan por sobrevivir en medio de la pobreza y el caos, víctimas de un sistema en el que las diferencias sociales son “casi tan grandes como el océano Pacífico”.
Sendero Luminoso aparece como una organización profundamente dogmática, más parecida a una secta cristiana fundamentalista que a un partido guiado por los principios del marxismo-leninismo. Su líder, Abimael Guzmán, también conocido como “presidente Gonzalo”, es el centro de un culto de la personalidad desmesurado. No hay, en el movimiento, ningún espacio para la más leve discrepancia. Obedecer o morir, eso es todo. Ningún infractor merece que se le perdone. La disciplina draconiana responde a un objetivo místico: hay que hacer la revolución a cualquier precio, aunque corran ríos de sangre. Los que no son militantes convencidos entran en la categoría de “perros reaccionarios”, por lo que deben ser eliminados para que la nueva sociedad vea la luz. Se da así la paradoja de que el partido revolucionario que pretende liberar a los campesinos se comporta, en la práctica, como un agente de su opresión, igual de nefasto, si no más, que los propios militares que representan al estado burgués.
Dávalos tiene en cuenta los múltiples factores de una realidad diabólicamente compleja. Uno de sus muchos méritos el de tener en cuenta el protagonismo de la mujer a distintos niveles. En Sendero Luminoso, su presencia resulta crucial. En su cúpula, Augusta La Torre, más conocida como la Camarada Norah, es mucho más que la primera esposa del líder. Su trabajo desempeña un papel crucial en la organización de Sendero Luminoso a lo largo del territorio nacional. Por otro lado, las senderistas son también víctimas principales de la contienda. Si caen en manos del ejército, corren el altísimo riesgo de que los soldados las violen.
Aunque La pólvora y los inocentes ofrece una perspectiva radicalmente antisenderista, el autor en ningún momento cede a la tentación del fácil maniqueísmo. Sus críticas también van dirigidas contra un Estado que no se resiste a responder al terrorismo desde la arbitrariedad y el crimen. Los militares tienden a creer que solo podrán ganar la guerra si son tan brutales como sus enemigos. De ahí que sus tropas se vean sometidas a sesiones de entrenamiento implacables. Unos están donde están por obligación, otros porque saben que, en los cuarteles, al menos tendrán garantizadas tres comidas al día. Mejor eso que tener que robar carteras en las calles. En esta particularidad, la de proceder de entornos desestructurados, se parecen a muchos de sus enemigos senderistas, que han encontrado en el partido una familia de sustitución.
Contra los instintos primarios de tantos “cachacos” se alza Benedicto Jiménez, gran héroe del relato, un policía que presenta una llamativa particularidad que le distingue del resto: lee. Inteligente y culto, tiene el gran mérito de comprender que a Sendero Luminoso no se le puede derrotar solo desde la fuerza brutal. Hace falta investigación, la que se desarrolla en el GEIN (Grupo Especial de Inteligencia Nacional). Los múltiples esfuerzos, en condiciones muy difíciles por la escasez de medios, finalmente se ven coronados por el éxito. Abimael Guzmán acaba prisionero. Por desgracia, los que han logrado su captura no ven recompensados sus desvelos. Con independencia de lo que sucediera realmente, este es un viejo tema literario: los artífices de las verdaderas hazañas están destinados a sufrir la ingratitud de los que se benefician de sus actos.
Jiménez es un personaje real. ¿Nos ofrece Dávalos un retrato fiel o acentúa sus rasgos positivos por necesidades de la ficción? Lo mismo da. En literatura, la verdad no es una cuestión factual. Depende de la capacidad del artista para hacernos creer en lo que cuenta y hacer que suspendamos nuestro sentido crítico.
La pólvora y los inocentes viene a ser una meditación sombría sobre una nación en la que nada funciona y la corrupción más desatada lo inficiona todo. Nos acordamos, inevitablemente, de Mario Vargas Llosa y su famosa pregunta sobre el momento en que se jodió el Perú. En un país inhabitable, inmerso en una atmósfera donde se hace difícil respirar, el pueblo se encuentra sometido a los extravíos de una derecha y de una izquierda que compiten en brutalidad, como si pretender vivir en un lugar donde se respeten la democracia y las instituciones fuera pedir demasiado.