El aula está llena de luciérnagas de aceite de linaza y aguarrás. Vuelan cuando ninguna conserva sus alas. Puedo verlas porque al sol de mayo –son las diez de la mañana- nada ni nadie le impide que atraviese, de lado a lado, el estudio. Una cosa solamente: es tan ancho el espacio que este mismo sol, en los inviernos más severos, suele caer desmayado sobre el muro de corcho donde los estudiantes dejan sus ensayos. En uno de los paneles observo a un titán, de tintes goyescos, arrancándose las entrañas. Colgados de un hilo –una misma pinza sujeta un par de crestas verdes- dos gallos de pelea conversan sobre la necesidad de la paz. Ya sobre una mesa, una bailarina de ballet sin rostro llora acuarela por sus dedos.
Un joven, de recién estrenada muela de juicio y totalmente desnudo, se encuentra sentado en mitad de la clase sobre un tapete moruno. Todas observan con científica curiosidad. Digo ellas porque son mayoría en el segundo curso de bellas artes. Científica porque el maestro no para de recalcar. Luz, sombra, observar, no inventar. Todo es luz y oscuridad. No hay lugar a la imaginación aunque el muchacho se llame Juan y se gane la vida y sus estudios repartiendo pizzas los fines de semana. No hay lugar a la locura aunque ella quiera amar por encima de todos los horizontes dibujados por el Hombre y paridos por Dios.
Tenéis una hora y media. Buena mano y mejor corazón. Ha sido decirlo y el chico ha agachado la cabeza como un autómata de Hefestos. No quiere pero no le queda otra. Es una hora y media de acordada quietud y pagado silencio. Pero se consuela: sabe, porque la ha visto, que se encuentra allí. Su pintora está allí, donde siempre, sentada junto al pilar que parece sostener todo el vetusto edificio. Ella y su bata de algodón blanco lleno de heridas de colores, con una familia de pinceles asomando por uno de sus bolsillos. Sus ojos, todavía sin nombres, tienen el color de los campos fértiles. Hierro y tiempo. Sus caderas como sus muñecas -aparentemente frágiles- combaten sin esfuerzo las guerras del arte. Los más rudos suelen darse por vencidos. Es una hora y media luchando en pie contra el vacío y el blanco de un lienzo. Vuestro folio es vuestra alma. Quiera verla. El profesor sentencia. En la nuca de la muchacha –porque el joven modelo ha soñado cada noche con ella desde que hace dos meses la conoció bajo aquellos techos- habita un mar revuelto de espumas de sal dulce y olas de oro. El sexo del muchacho late en las profundidades del hombre-erizo en el que ha tenido que convertirse. Estuviera hecho de su aliento sueña Juan. Juan Sueña podría ser su apellido. Ella, desde su asiento, no sabe cómo verlo. Él, en cambio, no para de verla en sus adentros. La contempla como un puñado de simiente viva -cadmio en sagrados óleos- echado a su mirada corriente. El mundo que vemos se debe al lugar desde donde lo estamos observando habla el profesor cuando el joven modelo, desde hace unas semanas, vive exiliado en la luna.
Señoritas, se acabó el tiempo. Tenéis que dejar los pinceles. Y si alguien cree que no ha terminado no es culpa del tiempo sino del corazón. Hay que tenerlo encendido. Ha acabado la clase y Juan es un garabato cenizo sobre el papel reciclado. No se aprecia nada humano. Pura matemática aplicada sobre lo invisible. Sus manos son dos trazos que se burlan del equilibrio. Despojo de materia aguada sin ojos. Su sexo, antes palpitante, es un punto inexacto y borroso sobre el continente blanco de lo yermo. Juan es un cuerpo sedente flotando en el vacío. Es soledad en el lienzo de su pintora. Juan -rotas las treguas del silencio- corre a verla con su mirada, una mirada con todas las hambres del mundo, pero ya es demasiado tarde. Ya no está. Quedan sus huellas: su bata blanca y su dibujo sobre el pupitre.
Se cubre, camina hasta la mesa de lo que ama y allí, en el lienzo, se contempla a sí mismo. Carbón y agua. Inacabado. Se parece a mí se dice el joven mientras sale del estudio. Nunca más volverá a pisarlo. Tampoco para celebrar estar colgado en el hilo de las artes junto a los gallos de la paz. Sobresaliente anotará el maestro, días después, sobre unas palabras escritas con urgencia y timidez en el reverso del dibujo. Sólo a la luz de las luciérnagas se aprecian las letras niñas. Al trasluz, entre la luz y lo oscuro. Lo siento. No logro honrar tu desconocida hermosura.
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