La casa de mi tía Ana corona una loma de Cuartillos que el Renault de mi padre jamás conquistó. Aquel quijotesco cuatro latas, pálido como los abandonados pero valiente como los enamorados, hubiera podido llegar sin esfuerzo hasta el mismo regazo de mi abuela, cálido por el picón y el cariño que le daba mi tía.
Hoy pienso que fue lo mejor que sucedió porque de haberlo intentado el cuatro latas, llegar hasta lo más alto, lo habría conseguido y me habría arrebatado los primeros abrazos que recuerdo. Mi padre dejaba su Rocinante en la cuneta, exhausto, siempre en el otro lado de la carretera y con el motor aún rugiendo ya salía disparado del vehículo a hacerme con la empinada para tener mi necesitada ración de cariño hecha de abrazo y sonrisa. Santiaguito.
La memoria me regala la voz dulce de mi prima y el olor del laurel. Qué fuerza la de la naturaleza. Mis seis años no alcanzaban a saber de nada pero sí la certeza de lanzarme, con el mismo instinto que tienen las gacelas al nacer, a los brazos de mi prima Carmen. Qué fuerza tiene ese amor sin nombre ni apellido. Cómo sería esa urgencia, la mía, que una vez estuvo a punto de costarme la vida. Todavía retengo el color del coche que me acarició el alma. De un rojo tan vivo como el que tienen las amapolas el primer día de su existencia. Rayo y suspiro.
Mi prima se llevaría las manos a la cabeza cuando me vio desaparecer tras aquel relámpago colorao. No lo sé. Se quedaría clavada en nuestro punto de encuentro, allí donde el carnero, cuando lo sacaban al sol, desafiaba su destino de santo patrono. Luego, reunidos una treintena de ojos, me volvieron a bautizar pero en esta ocasión con aceite de oliva y en las rodillas, como harían en la antigüedad con los potros de los primeros héroes mitológicos. Aceite Carbonell. Y aquella bailaora de la etiqueta, bailando bajo un olivo, se me parecía a mi hermana, sólo que mi hermanilla María le gustaba de bailar junto a las pitas del barrio. Qué risa tenía mi prima cuando me abrazaba.
En este mundo, tan desolado, su despedida es como la de perder una lengua tribal que nunca más volverá a escucharse. Era la última persona de su especie. Mi abrazo, el de aquel mocoso que solamente sabía correr y reír, sería para ella una distracción. Quién sabe. Me hace bien pensar que disfrutaba lo mismo que yo. Para mí, sin el poder de transmitirlo en aquellos años con palabras, era cielo y tierra anudándose en un improvisado metro en el planeta. Era sentir el primer día del mundo cada domingo. Era ser. Nada más que ser.
Luego vino la venta del campo por parte de mis padres y los abrazos se fueron distanciando. Cuartillos pasó a estar en el otro lado de la luna y yo, como niño y niñato que era, empezaría a no echarlos de menos. Entendería, digo yo, que esa inercia sin esos abrazos y sin ese cariño formaría parte de esas lógicas estúpidas que nos depara la propia existencia. No se puede tener todo me educaron. Hoy no sé cómo pude vivir sin aquel cariño limpio y ancestral. No se puede tener todo gritaron hace millones de años los pobres espíritus de las oscuras cavernas.
Y nosotros, tú y yo y todos, que somos dibujos desanimados tendemos a creer todo lo oscuro que nos implantan porque creer es lo más fácil. Más fácil y más cómodo que averiguar, que rebuscarse. De este forma, lo que vinimos a ser -con el paso del tiempo- empieza a evaporarse y perderse porque para eso estamos hechos de pasados, pasados que nos atravesaron el alma y aquellos que jamás tuvimos valor de intentar. Así que no pienses y abrázame. Seamos parte del presente. Quiero volver a ser ese niño que sólo sabía correr y reír.
*Dedico estas palabras a mi prima Carmen que tanto amor me ofreció. Descansa y que sepas que siempre estarás en las mayores luces de nuestros pechos.