Recuerdo aquella oscura madrugada de tormenta y ciclón como si fuera mía. Aquel diluvio universal sobre Shawshank -un paisaje imposible para cualquier niño de secano y remolacha- logró rebosarme de justicia y lucha, cada poro de mi cuerpo, para siempre. Yo, parido quince años antes por mi madre en Jerez, llegaba por segunda vez al mundo con cada nuevo fotograma de evasión y libertad que dejaba colar por mis retinas. Aún escucho el croar de las ranas de Estella en mi almohada. El protagonista, no lo dudes, viste como iban tus abuelos y los míos.
Diez violines camuflan la huida del inocente. Diez violines entonando el requiem del soñador. Sueña y calla se talla con punzones en los muros pétreos de las cárceles. Dentro hay más pobres que culpables. Las prisiones están repletas de don nadies. El arroyuelo que rodea la cárcel, en cambio, se encuentra desbordado por los excrementos que dejan los animales que dirigen el mundo. El señor Orwell lo sabía. El inocente, como los primeros seres de este planeta, escapando de las putrefactas aguas para poder tener las alas que el creador nos prometió. Salud y libertad se brinda en las mesas de los agotados. Y cada vez menos libertad en las calles, en nuestras casas, en nuestros actos. Cada año, cinco mil ancianos japoneses cometen pequeños hurtos para ir a la cárcel y asegurarse techo y comida dice el titular de hoy que pronto saldrá de los renglones de la segunda parte de 1984.
Y el protagonista dejando atrás lo injusto. Él no mató a nadie. No hirió a nadie pero los estados necesitan de más y más culpables para darle sentido a la gran debacle. Para ellos, somos la excusa perfecta. Culpables por sentir, por reprochar, por opinar, por desear. Y como a los toros -porque nacimos dignos y valientes- nos hieren para sacarnos la poca humanidad que nos va quedando y luego poder castigarnos, ya libres de la mala conciencia.
Quitémonos las sucias ropas que el poder nos regala el día diez de cada mes. Yo con mi paguita no necesito ná más. Recuerda tu primera desnudez, la que acariciaba el pecho de tu madre y con ojos de niño, cerrados como el inocente, contempla cómo las ramas más altas de los álamos generan las tormentas que devolverán la vida a la tierra. Una vida que se nos arrebató lentamente, apenas sin darnos cuenta.
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